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Cannes: Balance y aproximaciones generales

Cannes: Balance y aproximaciones generales

“I think I fell in love with a porn star
And got married in the bathroom
Honeymoon on the dance floor
And got divorced by the end of the night:
That’s one hell of a life…”
Kanye West, Hell of a Life.

 

Por más que el Festival de Cannes insiste con la cantinela de venderse a sí mismo como una comunión progre de arte e industria, ya no sólo a través de sus comunicados oficiales sino también mediante sus trovadores domesticados de los organismos gubernamentales y la prensa internacional, lo cierto es que la realidad dista mucho del espejismo que el marketing y la pantomima publicitaria pretenden construir. No nos podemos permitir ingenuidad en este punto, por lo que conviene llamar a las cosas por su nombre para esquivar las conceptualizaciones burdas y/ o banales que pululan en torno a mega eventos de esta envergadura: como se ha repetido en otras ocasiones, en esencia hablamos de un mercado cinematográfico que monta un show competitivo como una estrategia comunicacional masiva, en donde el rol del “público de pie” se reduce a poco más de cero porque interviene sólo en tercera instancia en el encadenamiento inmediato (luego de los protagonistas de la industria y de los periodistas en general, el segundo escalafón complementario/ parasitario). Aquí no hay ventas de entradas ni un mínimo atisbo de democratización en la recepción, como en el resto de los certámenes clase A; en cambio predominan un mecanismo de acreditación bastante difuso, las muecas trasnochadas de la teoría del director como “autor” del film en cuestión, la paranoia primermundista del control, un darwinismo innecesario en materia de entradas/ invitaciones y los intereses de los principales magnates del medio, reproducidos -desde el automatismo o la complicidad- por los loros asalariados del momento. Más allá del lugar común referido a la enumeración de las películas ganadoras de esta edición número 68, y evitando la redundancia del arqueo periodístico estándar (cada film ya posee su crítica y sólo resta catalogar/ enjuiciar al lote en su conjunto), a continuación repasaremos sucintamente los factores que intervienen en la exégesis de un popurrí cultural tan complejo, con sus propias correlaciones hegemónicas.

El consabido sistema por castas que ofrece Cannes, con sus credenciales de colores pasteles y una diversidad en el rubro “acceso a salas” que puede transformar al festival de una experiencia placentera a un verdadero martirio, establece una jerarquía que condena a gran parte de los acreditados al dilema de no poder acceder a casi ninguna proyección más allá de las matutinas en el Gran Teatro Lumière (el emplazamiento más grande de la sede principal del evento, el Palais des Festivals et des Congrès), debido a la enorme demanda al momento del ingreso a las salas y las pocas proyecciones en general de cada film. Esta circunstancia pone en primer plano una de las paradojas fundamentales del certamen, la que nos reenvía al viejo arte de basurear a un mejunje variopinto de acreditados que en su gran mayoría se creen “miembros ilustres” de esa supuesta elite cinematográfica que accede al festival y que hace del hedonismo y la pose elegante sus banderas, mascaradas patéticas de por medio (Cannes es un lugar demasiado pequeño para no cruzarse con algún diletante emblemático del séptimo arte, y en esas ocasiones la dimensión mundana siempre termina ganándole a la petulancia o cualquier exceso de maquillaje hardcore). Son varios los elementos que intervienen en el jueguito de especular con la capacidad de las salas y el volumen de espectadores hasta un minuto antes de la hora pautada para el comienzo de la película: por un lado tenemos la decisión de la organización de acreditar -literalmente- a gran parte de la fauna global relacionada con el cine (el periodismo es sólo una pata; los productores, distribuidores y representantes de los organismos estatales de los distintos países son también legión), luego está el fetiche del control delirante por parte de un Estado de pasado y presente imperialista como el francés (los “chequeos” previos al visionado son seis en total: 1- en la fila para ingresar, 2- al momento de acceder al Palais, 3- la revisación posterior de bolsos y mochilas, 4- la payasada del detector de metales, 5- el que nos espera en la puerta de la sala propiamente dicha, y 6- el final correspondiente a la ubicación según el nivel de acreditación, ya dentro de la sala), en tercera instancia viene ese típico elitismo de cartón pintado que se choca con una improvisación que no tiene nada que envidiarle a su homóloga latinoamericana (las “excepciones” son muchas y las invitaciones caen del cielo sin mayores explicaciones, sumado a las arbitrariedades en lo que respecta al acceso concreto al film, de las que los encargados de seguridad son sólo la mano ejecutora), en cuarto lugar encontramos la resolución de no apoyar más que indirectamente la interesante variedad de muestras/ exposiciones de índole parasitaria que se montan alrededor de las cuatro secciones centrales del festival, léase la Competencia Oficial, Un Certain Regard, la Quincena de los Realizadores y la Semana de la Crítica (si se apoyase en serio a estas muestras paralelas incluyéndolas dentro del Palais o las salas más cercanas, y no condenándolas a los cines de la periferia, quizás se descomprimiría la neurosis que suele despertar el evento entre los acreditados y los turistas que -en pleno safari fotográfico en pos de estrellas- abarrotan las calles del balneario y lo hacen intransitable), y finalmente está la necedad de no aprovechar a fondo la invaluable oportunidad que ofrece Cannes, única en el mundo, de garantizar una veintena de films en competencia y sus veinte conferencias de prensa correspondientes (en otra de esas movidas inexplicables, el espacio destinado a tales fines es minúsculo si lo comparamos con las miles de credenciales/ badges que el comité organizacional reparte todos los años a diestra y siniestra). El panorama anterior, a su vez, va en consonancia con el circo alrededor de las galas vespertinas/ nocturnas -alfombra roja y locutor con altavoces en La Croisette de por medio- y el detalle tristísimo de los desesperados en la puerta del Palais suplicando una entrada en smoking bajo el sol, durante horas y con un cartelito de “invitation, s’il vous plaît”.

Si bien en todo ámbito laboral, institución o esquema procedimental masivo existe una subdivisión implícita que establece desigualdades de todo tipo según criterios que podemos compartir o no, resulta curioso que el evento más importante en términos cualitativos y cuantitativos del microcosmos cinematográfico no pueda articular con una mayor prolijidad el horizonte administrativo, ese que en el día a día para el espectador se traduce en la experiencia azarosa de ir moldeando un recorrido acorde con el gusto personal y la oferta del momento. A pesar del ridículo de la saturación compulsiva en cada proyección y la lógica del capricho más irrestricto por parte de la Press Office, uno no puede dejar de sorprenderse frente al hecho de que en materia de motivación para la asistencia concreta, en general predomina el apoyo acrítico y consensuado al certamen por sobre la simple curiosidad en pos del descubrimiento de bienes culturales de relativo valor artístico: aquí juega un papel muy importante el capital simbólico que ha acumulado el festival a lo largo del tiempo, o mejor dicho, de ese período insuperable que abarca las décadas de los 50, 60, 70 y 80. Dentro del campo de la crítica y/ o los opinadores profesionales, Cannes continúa siendo sinónimo de un “prestigio” semi automatizado; sin embargo resulta indudable que la gloria ha quedado atrás y sólo quedan las sombras del pasado: precisamente a ello se debe esa constante apelación al enclave retro en lo referido a la imagen institucional de las últimas ediciones, en una especie de reconocimiento explícito acerca de la incapacidad del capitalismo cultural de nuestros días de mantener una figura estable en el imaginario atávico de los consumidores. Así como el gestito vintage ya cansa y las grandes obras nos llegan de las manos de los mismos apellidos de siempre, o de sus discípulos predilectos, cada vez se hace más patente la falta de un sustento real detrás del éxtasis que puede llegar a despertar un “shock de difusión” de estas características, sostenido más en el carnaval del glamour y los flashes que en el análisis discursivo de las propuestas en competencia, el croquis estructural del evento o la denuncia de la hipocresía que se esconde tras determinados habitus de la prensa y sus estrategias legitimadoras para con los sinsentidos de la industria: pensemos que una pasarela como Cannes -a pesar de su decadencia- coloca a los periodistas en otro escalafón imaginario dentro del campo específico, o por lo menos eso es lo que creen que les reditúa el lisonjear año a año al certamen (más allá del ninguneo o maltrato que señalábamos anteriormente y de los que suelen ser objeto -de manera grosera- por parte de la organización).

Ahora bien, finiquitada la dimensión práctica del evento, debemos pasar a los componentes artísticos singulares, los films, entre los cuales el jurado definitivamente decidió privilegiar los convites más cercanos a las problemáticas terrenales del ser humano contemporáneo. Joel y Ethan Coen, Rossy de Palma, Sophie Marceau, Sienna Miller, Rokia Traoré, Guillermo del Toro, Xavier Dolan y Jake Gyllenhaal les concedieron los tres premios mayores a propuestas de un rango heterogéneo -aunque coherente- que abarca una pluralidad de disquisiciones acerca de la inmigración en los países centrales y su contrapunto con la amenaza de un Tercer Mundo visto siempre a punto del colapso (Dheepan de Jacques Audiard, ganadora de la Palma de Oro), la industria del belicismo genocida y la obsesión como una vía espiritual para el escape o el simple sobrevivir (Saul Fia aka Son of Saul de László Nemes, ganadora del Gran Premio del Jurado), y el papel que le toca tanto al Estado en el proceso de convalidación de las costumbres nacionales como a la sociedad civil en cuanto a su aptitud reguladora para con los arrebatos absolutistas del gobierno de turno (The Lobster de Yorgos Lanthimos, ganadora del Premio del Jurado).

Continuando con la competencia, y como viene siendo una constante desde hace varios lustros, nos topamos con el relleno de siempre y la típica sarta de bodrios locales con los que los organizadores buscan presentar a una Francia rutilante en materia de creación cinematográfica, desembocando a fin de cuentas en la esquina opuesta. De todas formas, conviene aclarar que la comarca gala no está peor que el resto del globo en lo que hace al régimen cualitativo ya que este estado de cosas obedece simplemente a una mediocridad de escala planetaria, que nos condena a la espera de esos oasis anómalos: de este modo, la selección de films en su conjunto responde a esta antítesis -por momentos insoportable- de nuestros días y a la proverbial capacidad de Cannes de ejercer su influencia sobre los cineastas del mainstream para cooptar sus últimos opus para la programación. La inconsistencia y/ o medio pelo de directores como Matteo Garrone (Il Racconto dei Racconti), Michel Franco (Chronic), Paolo Sorrentino (Youth), Hirokazu Koreeda (Umimachi Diary) o Joachim Trier (Louder Than Bombs), todos ejemplos de la falta de un discurso valioso o verdaderamente significativo sobre el presente, por suerte fue compensada por el oficio y el talento de señores de la talla de Todd Haynes (Carol), Jacques Audiard (Dheepan), Gus Van Sant (The Sea of Trees) y Denis Villeneuve (Sicario). Por su parte, las obras de Yorgos Lanthimos (The Lobster), Justin Kurzel (Macbeth) y László Nemes (Saul Fia) constituían un enorme interrogante desde el vamos y sorprendieron por su muy buen nivel, lo que aportó el empujoncito definitivo para volcar la experiencia competitiva oficial hacia el saldo positivo.

La elección de La Tête Haute de Emmanuelle Bercot para la apertura funciona a la par de la concepción francesa en torno a los melodramas sociales para las masas, y ello queda demostrado en la enorme campaña de publicidad en vía pública que acompañó al convite a lo largo de todo el país. En lo que respecta a las secciones paralelas, se destacaron especialmente Un Certain Regard y la Quincena de los Realizadores: mientras que en la primera pudimos disfrutar de Je Suis un Soldat de Laurent Larivière y Maryland de Alice Winocour, en la segunda tuvimos a Les Cowboys de Thomas Bidegain y la excelente Green Room de Jeremy Saulnier. El éxito de La Patota aka Paulina de Santiago Mitre en la Semana de la Crítica, más allá de que ayuda al posicionamiento de la Argentina en la principal vitrina del séptimo arte, se enmarca dentro de esa polémica fácil que tanto les gusta a los franceses, hoy con el tópico infaltable de la violación y sus correlatos sociales. Finalmente, una vez más las proyecciones fuera de competencia resultaron de lo más parejo e interesante del festival, otra paradoja a nivel esencial: Mad Max: Fury Road de George Miller, Irrational Man de Woody Allen y Inside Out de Pete Docter y Ronaldo Del Carmen rankearon en punta entre lo mejor del evento por lejos. Como las decepciones nunca pueden faltar dentro de una macro muestra con un número considerable de vertientes, en esta oportunidad llegaron bajo el ropaje de las malogradas The Little Prince de Mark Osborne y Office (O Piseu) de Hong Won-chan. Love del inefable Gaspar Noé pateó el tablero y generó que multitudes se acercaran a las distintas salas, con el contrasentido de que una buena parte del público asistente se terminó levantando a minutos de comenzada la proyección, a pesar de saber perfectamente en dónde se metían y de qué iba el opus en cuestión (otra anécdota que pinta de pies a cabeza la soberbia, trivialidad y estupidez que caracterizan a algunos de los especímenes acreditados).

Para los que desde el sur nos motiva una sana combinación de curiosidad y turismo cultural, y no nos dejamos llevar por el tren de la pedantería elitista, el amiguismo o las pavadas del acomodo profesional en la patria natal, Cannes prometía ser -y efectivamente fue- una aventura de enorme valor simbólico que nos acerca a la “versión original” de muchísimos intentos a lo largo y ancho del globo en pos de emular esta misma dinámica del acomodo y el lujo non stop. Con sus pros y sus contras, el festival es invaluable porque permite comparar la experiencia cotidiana de atravesarlo con su condición de paradigma del cine artístico o por lo menos “alternativo” en relación al modelo hollywoodense, del cual comparte la obsesión por el star system y la maquinaría de picar carne (allá se destaca el exilio por fracaso comercial, aquí la diferencia relativa entre los abucheos y los aplausos al final de la proyección de turno). A pesar de que no se puede pasar por alto el declive del evento -y del cine en general- durante las últimas tres décadas, y la puesta de manifiesto subsiguiente del costado menos “gratificante” del certamen (los caprichos a nivel de la organización, el secretismo como mantra administrativo, la vulgaridad pomposa que lo envuelve y ese elogio de la desigualdad mediante la reproducción de compartimentos estancos en materia de acreditaciones), igual de innegable es que una película seleccionada al azar dentro del pelotón en competencia en alguna de las secciones de Cannes se ubica -en términos cualitativos- por encima de casi cualquier opus homólogo de otros festivales alrededor del globo. Esa es la verdadera excusa para continuar asistiendo ya que el festival nunca perdió ese privilegio en lo que hace a la selección mainstream y su margen asociado de influencia, por más que los fantasmas del pasado tienen fecha de vencimiento (no podrán apelar a la dialéctica retro por muchos lustros más) y el advenimiento de tiempos mejores no aparece en el horizonte cercano (no se pide una vuelta al período de oro porque las quimeras paralizan y preferimos dejarles los automatismos reaccionarios al establishment ajado del periodismo y similares). Una mayor democratización no le vendría mal al evento, el cual constituye un átomo dentro de la “galaxia” europea occidental, tan liberal y colorida como carente de una verdadera alternativa a la despersonalización y la intolerancia que impulsan Estados fascistoides fanáticos del control, la petrificación cultural y el mantenimiento del estatus de las capas privilegiadas. Cannes es apenas un ejemplo más de todo ello…

 

Por Emiliano Fernández

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