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CRÍTICAS - CINE

Crítica: El Potro, lo mejor del amor, por Marina Locatelli

Argentina (2018)

Dirección: Lorena Muñoz. Guion: Lorena Muñoz y Tamara Viñes. Edición: Alejandro Brodersohn. Elenco: Rodrigo Romero, Fernán Mirás, Daniel Aráoz, Florencia Peña, Diego Cremonesi, Malena Sánchez y Jimena Barón. Distribuidora: Fox. Duración: 122 minutos.

En vista de las controversias –mediáticas, faranduleras, chimenteras– generadas tras el estreno de El Potro, lo mejor del amor, hay dos o tres cosas que se pueden decir de este biopic sobre el cuartetero cordobés, muerto trágicamente muy joven en un accidente automovilístico. En principio, la película no fracasa porque no representa fielmente la vida de Rodrigo Bueno (queja repetida por algunos familiares del cantante) o porque lo muestra débil cuando aparece en su vida la tentación de las drogas y del descontrol (otro lamento de algunos fans). Verdad de Perogrullo es señalar que nunca hay una verdad única, que un film es siempre una lectura posible, que se presenta a sí mismo como inspirado en hechos reales y no como lo verídico sobre Bueno, y que “no hay hechos, solo interpretaciones”.

La nueva obra de la directora del excelente documental Los próximos pasados (2006), así como no se malogra por la falta de verismo en las situaciones narradas, tampoco triunfa porque su protagonista es físicamente idéntico al ídolo cordobés o porque el destino trágico del cantante le da una estatura casi mitológica al relato. No. A pesar del gran desempeño del neófito Rodrigo Romero, quien sin experiencia previa alguna consigue sostener el grueso de la narración a fuerza de cierta fotogenia y una naturalidad tal al actuar que lo acerca al carisma, la película falla más por cómo se cuenta que por lo que se cuenta. El problema no está en el qué, sino en el cómo. Aunque, en realidad, estos dos aspectos son indisolubles.

Contada en un largo flashback que deja afuera solo el triste desenlace, al igual que en la obra anterior de Muñoz, Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), aquí, en cambio, muchas de las secuencias parecen haber sido pintadas con un trazo más grueso. Mientras que en aquella había un mayor manejo de la sutileza y tanto el personaje de Natalia Oreiro como algunos de los secundarios poseían matices, gradaciones, en esta nueva biografía cinematográfica las convenciones del género relativas al trabajoso ascenso del protagonista (aunque en esta ocasión no parezca tan trabajoso), su triunfo final y su posterior muerte trágica, si bien presentes en el relato, no llegan a formar un todo cohesivo. Poco hay de heroico, aún con las oscuridades propias de cualquier personalidad, en la construcción del héroe y en su muerte, y esto se siente como falta hacia el final del relato.

En cuanto al impacto del cuartetero en sus seguidores, en lo que significó en la vida de sus miles de fans, es algo en lo que no se detiene y apenas se pinta con pequeños indicios, puesto que se prefiere dar mayor lugar a las relaciones establecidas entre el cantante y sus más allegados, por un lado, y a la influencia de la noche (con sus bacanales de sexo y excesos alcohólicos y de drogas), por el otro. En este sentido, la figura del padre y la de la madre son claves en el desarrollo de la intriga. De la atracción gravitatoria que ambas ejercen debe desembarazarse el protagonista. De la primera lo hace a partir de revelarse contra sus mandatos; de la otra, no queda claro si lo consigue.

Por último, las discordancias ‒que no se presentan en la inclusión de los temas musicales característicos de Rodrigo (casi todos los hits que tienen que estar están y puestos de forma fluida)‒ en el tono de algunas secuencias hacen que ciertos momentos se perciban como forzados. Por ejemplo, la escena de tinte onírico, esa en la que Rodrigo ve o cree ver un potro salvaje y da cuenta de un giro en la historia, desafina con el tono costumbrista imperante en el relato. Además, los roles secundarios, salvo honradas excepciones como el siempre digno desempeño de Fernán Mirás, están mal: su construcción por parte del guión es siempre rayana en la estereotipia y la interpretación de algunos actores se ubica a una distancia de un suspiro del la sobreactuación.

La cuestión de la fidelidad a los hechos, de la veracidad, resulta entonces, ahora como siempre, una controversia fútil. El arte, logrado o no, mejor o peor, no trabaja con verdades. El único problema de El Potro, lo mejor del amor es que, a lo mejor, se trata de una película a medio camino entre lo trágico, el costumbrismo y lo grotesco, en el sentido más literario de estas palabras. En definitiva es, lamentablemente, un film con poca épica.

 

 

© Marina Locatelli, 2018

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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