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CRÍTICAS - CINE

Crítica: Teatro de Guerra, por Juan Francisco Gacitúa

(Argentina, España, Alemania, 2018)

Dirección: Lola Arias. Elenco: Con Lou Armour, David Jackson, Rubén Otero, Sukrim Rai, Gabriel Sagastume, Marcelo Vallejo. Montaje: Anita Remón, Alejo Hoijman. Distribución: Compañía de Cine. Duración: 77 minutos.

El soldado inglés Lou Armour y su sección atacaban por tierra a un pelotón argentino en las Malvinas. La rapidez del movimiento y la aparición de algunos argentinos con los brazos en alto lo desconcertaban (“¿Acabamos de dispararle a gente que se estaba rindiendo?”), pero al acercarse al cuerpo agonizante de un enemigo un simple intercambio de palabras se convirtió en su recuerdo más poderoso: el argentino comenzó a decirle algo poco comprensible en inglés, mencionó que había estado en la ciudad de Oxford y falleció en sus brazos. Lejos de casa y a la intemperie, Armour se estaba enfrentando a jóvenes como él.

La historia vuelve a ser narrada en menos de quince minutos, y el documental no tarda en mostrar sus cartas: tres veteranos argentinos y tres ingleses van a revivir de distintas maneras los hechos que los marcaron durante el conflicto, las cicatrices que llevan cada día y las maneras en que la guerra les arruinó la chance de restablecer totalmente sus vidas. Algunas escenas dispuestas por la directora plantean intercambios interesantes para hacer con hombres que hace pocas décadas fueron reclutados (o llevados conscriptos) para matarse entre ellos, como presentarse en el idioma propio y mencionando sus rangos, salir de las duchas y mostrarse mutuamente las partes del cuerpo con metal o plástico, tocar una canción sobre la guerra entre todos o pararse junto a un mapa de las islas a intentar desentrañar a qué país le corresponden. El veterano Rubén Otero alude a la soberanía española de la que Argentina es heredera tras su independencia, y cómo la ocupación británica de 1833 rompió ese proceso natural. Armour desestima esa soberanía heredada como una mera compra de terrenos de los españoles a los franceses, y dice que cualquier posibilidad de negociar se rompió tras la llegada de las tropas argentinas en 1982: nosotros la habremos llamado recuperación, pero para él fue una invasión.

La prolijidad del registro, la calma en las narraciones y ciertos rastros de autoconciencia del documental pronto llevan a un devaneo interno constante, acerca de qué está pasando en serio y qué fue guionado o previamente dispuesto. Tras la función de prensa, las preguntas hicieron que Lola Arias develara la naturaleza de varias escenas (más de una secuencia “dudosa” se trataba de un registro auténtico), pero el esclarecimiento termina resultando accesorio: una historia como la del veterano argentino Marcelo Vallejo no se vuelve menos impactante si es narrada al borde de una pileta, y el planeamiento de las escenas no evita que aparezca un perro en plena práctica de un ejercicio de combate, o que un veterano inglés quiera improvisar un striptease frente a sus compañeros de elenco. Sí es cierto que estos veteranos/actores fueron conociéndose a lo largo del rodaje, mientras preparaban la obra teatral Campo minado (con estreno en Buenos Aires casi simultáneo al de Teatro de guerra), y en algunos momentos las potenciales tensiones son muy palpables como para ser ensayadas (prueben ver sin inmutarse las lecciones de defensa personal). Si hay una escena representativa de la naturaleza de la película, es la única que se parece al típico testimonio de una talking head: es cuando Armour se ve a sí mismo en un documental de 1987, contando con pensar la historia del argentino que hablaba de Oxford, y con la misma ropa describe en la actualidad el resquemor que le provocó haber llorado por la muerte de un enemigo, y cómo desde entonces no se permite ser doblegado por el recuerdo.

La audacia del documental muestra algunas grietas hacia el final, cuando aparecen actores jóvenes que representan a los veteranos al momento de la guerra (en el caso de Armour, además, está quien interpreta al soldado argentino de su historia, al que se maquilla según su descripción de las heridas). El encuentro entre ambas generaciones tiene un objetivo claro, que se materializa de manera perfecta en la última escena, pero mayormente deriva en viñetas algo superficiales y que parecen girar en círculos sobre el mismo argumento: cuando un joven vestido de tripulante del General Belgrano se pone a cantar Riptide de Vance Joy, la película ya había reflexionado sobre la quimera de ir a una guerra habiendo salido hace tan poco de la adolescencia, sin la necesidad de subrayarlo de esa manera.

Teatro de guerra tuvo su estreno nacional en el BAFICI 2018, tres años después de que Arias hiciera las primeras entrevistas y workshops con los veteranos y dos años después del estreno de Campo minado en Londres. Más allá de cualquier acertijo formal, la película se quedará para siempre con la inmediatez y la frescura del comienzo del proceso artístico, que en su versión teatral probablemente ya esté más aceitado (¿a quién le molestaría que un ex combatiente hubiese mecanizado sus parlamentos si eso implicara que haya exorcizado un trauma?). Pero el documental no solo logra balancear su respeto hacia los protagonistas con el ingenio de su propuesta, sino que además hace un doble aporte original al tratamiento de Malvinas en el cine argentino: un nuevo parte de cómo los veteranos argentinos llevan las secuelas tres décadas después, guiados por un ludismo que los acerca a los jóvenes que supieron ser en aquel entorno horroroso, y una perspectiva heterogénea desde el punto de vista inglés, con un abordaje empático que no pretende modificar la postura política del espectador.

 

 

© Juan Francisco Gacitúa, 2018 | @Jotafrisco

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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