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CRÍTICAS - CINE

El Ciudadano Ilustre, según Emiliano Fernández

El fracaso de la sociedad argentina.

La última película de Gastón Duprat y Mariano Cohn, la brillante El Ciudadano Ilustre (2016), hace con la idiosincrasia y vicios de la Argentina lo que un cuchillo caliente en dirección al cuello haría con la yugular de un necio que piensa que la muerte está lejana. La premisa de base es tan sencilla como demoledora: Salas, un paraje del interior de Buenos Aires plagado de personajes ingenuos, anodinos y violentos, organiza una suerte de regreso celebratorio de su único “hijo pródigo”, el Nobel de Literatura Daniel Mantovani (Oscar Martínez), alguien que pasó sólo su infancia en el lugar, lleva 40 años viviendo en Europa y en el fondo odia a este típico ejemplo del proverbio “pueblo chico, infierno grande”. Existe algo misterioso que se esconde detrás de un reencuentro sadomasoquista de este calibre, por un lado patético y por el otro hilarante, y es ese pequeño tesoro del ciclo de la tragedia nacional el que capturan los realizadores en el film, prácticamente los únicos intelectuales del cine argentino reciente, como lo demuestran también sus excelentes trabajos anteriores.

Por supuesto que hablar de Cohn y Duprat implica asimismo referirse al hermano de este último, Andrés, responsable principal de los guiones y artífice de lo que fue aquella trilogía acerca de la burguesía vernácula compuesta por El Artista (2008), El Hombre de al Lado (2009) y Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011): la primera le pegó sin piedad al linaje cultural snob, la segunda cargó contra el académico y la tercera despedazó a la clase media hipócrita y pusilánime de la Capital Federal y el conurbano. Si bien a primera vista pareciera que ahora les toca sólo a los “pajueranos” del interior y que El Ciudadano Ilustre se especializa en un pasado rústico que repele y atrae al mismo tiempo, a decir verdad la propuesta se hace un festín con una fauna que podemos hallar en casi cualquier esquina de este inefable país. Así tenemos a un clásico intendente populista y manipulador, algunos lúmpenes que dan vergüenza ajena y otra buena tanda de burgueses abyectos y fascistoides que controlan el destino del enclave a pura intimidación y opulencia gratuita.

Los cineastas profesan simpatía por Mantovani, algo así como una versión muy sensata del intelectual argentino soberbio, autoreferencial y eurocentrista, un personaje interpretado con maestría por Martínez. Continuando con el elenco, y en un juego de espejos en verdad fascinante entre la realidad y la ficción, aquí encontramos a Dady Brieva como Antonio, un amigo de la infancia de Daniel que terminó casado con la que fuera la novia del susodicho, en el período previo a su partida al viejo continente (sus exabruptos y su doble discurso no son rasgos fortuitos…). Mediante una serie de capítulos que nos presentan el derrotero del paradójico protagonista en Salas, antes y después de su coronación como “ciudadano ilustre” del municipio, la trama desmenuza la sensibilidad e ideologías del ser argentino por antonomasia; esa mixtura de riqueza, mezquindad, resentimiento, delirio, súplicas, dolor y pobreza, todo en una misma bolsa en la que sólo resultan invariantes los dos extremos, los correspondientes a una pirámide social basada en la desproporción y el saqueo ad infinitum.

Entre el ocaso profesional y la tentación de un sincericidio en pos de contarles a los locales lo que piensa de ellos, Mantovani funciona durante gran parte del relato como los ojos de Duprat y Cohn, con el objetivo de registrar un choque de “buenas intenciones” destinadas a un nuevo conflicto (o mejor dicho, a una nueva fase de una vieja pugna) y finalmente al colapso: mientras que el Nobel de Literatura pretende dar sentido al vínculo que lo sigue atando a Salas, ya que toda su obra transcurre allí y lleva 5 años de bloqueo creativo, los pueblerinos pretenden fagocitar como parásitos -y desde el cholulismo más masturbatorio y desagradable- algo de la fama del escritor, desconociendo por completo su producción literaria y su actitud inconformista. A través del entrecruzamiento de arquetipos laxos de la argentinidad, la historia va superponiendo capas significantes a medida que los encuentros de Daniel con los salenses se extienden hacia lo peligroso y las tensiones comienzan a aflorar, esas de la disputa “conservadurismo/ chauvinismo versus progresismo/ tolerancia”.

Hasta los horizontes cinematográficos de El Ciudadano Ilustre son por demás particulares, porque abarcan películas tan disímiles -aunque temáticamente semejantes- como Cuando Huye el Día (Smultronstället, 1957) de Ingmar Bergman, Los Secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997) de Woody Allen y Cuéntame tu Historia (State and Main, 2000) de David Mamet; todos opus que pusieron de relieve con perspicacia la distancia entre los mecanismos de canonización del statu quo, los caprichos del mainstream cultural y los pormenores del mundo real y cotidiano, ese que manifiesta indiferencia ante los aires de superioridad y nunca conocerá el atajo al éxito que desde tiempos lejanos a veces brinda la industria cultural. Como si se tratase de una parodia avejentada de la estructura de los “coming of age”, aquello que marcó la juventud del protagonista es analizado no desde una romantización que se viene abajo (como ya dijimos, el señor detesta al pueblito y el viaje es fruto de su curiosidad), sino vía una suerte de confirmación de sus peores temores, los que ratifican la inmutabilidad del panteón de las miserias criollas (el amor, la amistad, el barrio, la política y el poder económico son todos sinónimos del fracaso de la sociedad argentina).

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Emiliano Fernández

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