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CRÍTICAS - CINE

El Gran Pequeño (Little Boy)

(México/ Estados Unidos, 2015)

Dirección: Alejandro Monteverde. Guión: Alejandro Monteverde y Pepe Portillo. Elenco: Jakob Salvati, Michael Rapaport, Emily Watson, David Henrie, Tom Wilkinson, Cary-Hiroyuki Tagawa, Kevin James, Ben Chaplin, Ted Levine, Abraham Benrubi. Producción: Leo Severino y Eduardo Verástegui. Distribuidora: Energía Entusiasta. Duración: 106 minutos.

La homilía de la voluntad.

Se podría decir que hasta cierto punto El Gran Pequeño (Little Boy, 2015) unifica -de un modo bastante fluido- dos tradiciones cinematográficas no del todo contrastantes, con elementos en común especialmente a nivel de su “idiosincrasia”, por llamarla de alguna manera. En primera instancia tenemos los dramones bélicos centrados en la perspectiva de un niño, quien en su inocencia pretende comprender el conflicto de turno desde la distancia, o atravesarlo con vistas a garantizar su supervivencia si es que le ha tocado en gracia estar en medio de los disparos, las explosiones y demás detalles contextuales. Luego vienen las propuestas cristianas, tanto de índole propagandística como destinadas a los ya creyentes.

Los ejemplos de ambas vertientes son en verdad cuantiosos, pensemos por un lado en el rol de la infancia en El Imperio del Sol (Empire of the Sun, 1987) y La Vida es Bella (La Vita è Bella, 1997), o recordemos las obras de Guillermo del Toro en el rubro fantástico, las extraordinarias El Espinazo del Diablo (2001) y El Laberinto del Fauno (2006). Ahora bien, en el campo de la devoción para las masas adaptada a los distintos géneros, podemos nombrar las amenas Señales (Signs, 2002) y Prueba de Fe (The Reaping, 2007), o las desastrosas Tierra de María (2013), El Remanente (The Remaining, 2014) y El Apocalipsis (Left Behind, 2014), exponentes que dan vergüenza ajena por sus deficiencias de todo tipo.

Aquí la historia va por los caminos melodramáticos/ espirituales de siempre: durante la Segunda Guerra Mundial, Pepper (Jakob Salvati), un purrete de baja estatura para sus ocho años, debe sobrellevar el servicio militar de su padre James (Michael Rapaport), a quien adora y extraña con locura. Al amparo de su madre Emma (Emily Watson) y su hermano London (David Henrie), el joven termina aceptando -sin la más mínima crítica- una lista de “tareas” que le asigna el cura del pueblito, el Padre Oliver (Tom Wilkinson), en pos de acrecentar su fe e “influir” en el regreso de su progenitor. Por supuesto que tampoco falta la amistad paulatina del niño con un japonés, al que los lugareños machacan a pura xenofobia.

Si bien la película del director y guionista Alejandro Monteverde abre con un planteo ambicioso con alegorías acerca de la docilidad del pueblo norteamericano y el belicismo del gobierno, pronto cae en un sinfín de clichés en torno a las correlaciones entre la realidad y la imaginación de Pepper, enriquecida o impugnada por los adultos. Más allá del pobre desempeño de Salvati (siempre con la misma cara de desesperado a lo largo de la epopeya), los trabajos de Watson y Cary-Hiroyuki Tagawa (como el amigo oriental del protagonista) compensan en parte el desatino mayúsculo del casting. En suma, El Gran Pequeño por lo menos tiene la delicadeza de dejar difuso el límite entre la voluntad y el dogma religioso…

calificacion_2

Por Emiliano Fernández

 

El Gran Pequeño es dos películas. Una es la que nos quieren vender en la Argentina, la que sugiere el afiche latinoamericano: en el margen inferior, el rostro travieso del protagonista; más arriba, emergidas de un cofre, las figuras de un mago, un samurai, un cowboy montado a caballo y un avión; en el margen superior, un texto que promete “magia, aventura, emoción” y que adelanta que terminaremos creyendo “en lo imposible”. Pero otra muy distinta es la película que insinúa el afiche norteamericano. Nuevamente, vemos al protagonista, al gran pequeño del título, pero esta vez de espaldas, parado sobre un muelle, convertido en una silueta ante el horizonte anaranjado del atardecer, la noche ya instalada en lo más alto del cielo. Un clima mucho más sombrío, más melancólico, más fiel al verdadero film.

La silueta o el dueño del cofre, según el caso, es un chico de siete años que vive con su madre y su hermano mayor, London, en un idílico pueblo californiano durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando su padre, James, enviado al frente Pacífico, es capturado por los japoneses, el gran pequeño y London, para desquitarse con alguien, apedrean y casi incendian la casa de un vecino, el señor Hashimoto, quien hace décadas vive en territorio norteamericano pero que, desde que estalló el conflicto, se ha convertido en un paria social. Al enterarse de lo que hicieron los hermanos, un amable cura local, el Padre Oliver, le sugiere al gran pequeño que se haga amigo del japonés y que, además, cumpla una (algo arbitraria) lista de buenas acciones, para que “la voluntad de Dios” libere a su padre. El chico confía en las soluciones mágicas: es fanático del mago superheroico que protagoniza su comic favorito y pretende emular sus hazañas.

Como en El Espíritu de la Colmena o El Laberinto del Fauno, conviven la brutalidad de la guerra con la imaginación irreprimible del joven protagonista, que depura y matiza el horror del mundo de los adultos. El gran pequeño lucha contra la xenofobia y el racismo, e intenta ayudar a su nuevo amigo, recién salido de los campos de concentración estadounidenses, donde fueron recluidos miles de japoneses y descendientes de japoneses (un hecho escasas veces mencionado en el cine). Lejos estamos de la “magia, aventura, emoción” anunciadas en el afiche. Si hay magia, es la que brota en brevísimos segmentos imaginados o soñados; si hay aventura, es la de Scout en Matar a un Ruiseñor antes que la de Harry Potter; si hay emoción, es la de tantas películas biempensantes y oscarizables sobre “temas sociales”.

El director Alejandro Monteverde no parece saber si su película es infantil o solamente infantilizada. Sus personajes son adjetivos caminantes: la madre, amor y resignación; London, indignación y juventud; el gran pequeño, ingenuidad y fe; Hashimoto, santidad y pasividad. El desenlace de la trama es forzado, como si los guionistas se hubieran acordado, demasiado tarde, cuando el tono lúgubre y fúnebre se les iba de las manos, aquella máxima de Don Bluth, de que los pequeños espectadores pueden aguantar cualquier cosa con tal de que el final sea feliz, consejo que Monteverde y Portillo respetan aun cuando no deberían hacerlo. Ni lo suficientemente liviana como para ser divertida, ni lo suficientemente contundente como para ser realmente triste, el film se queda a mitad de camino, a pesar de sus buenas intenciones. La disparidad entre los dos afiches, el hispano y el estadounidense, señala también la ambivalencia de El Gran Pequeño.

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Por Guido Pellegrini

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