A Sala Llena

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Life is a musical, old chum, come to the musical…

Life is a musical, old chum, come to the musical…

No a todo el mundo le gustan los musicales. De hecho, lo llamativo del asunto, es que no hay demasiadas personas que se queden en las medias tintas en lo que se refiere a ellos: o los odian, o los aman. Es bastante fácil para el lector asiduo de esta columna, dilucidar de qué lado estoy yo, y casi no hace falta decir que LOS AMO. Y como hemos hablado poco del género en este espacio, aún cuando siempre traemos a colación alguna película, hoy me decidí a charlotear del asunto con ustedes, de manera más personal e íntima, con la ilusión de que, los que están del lado detractor, se hagan un poco más amigos y se pasen para el bando de los chapitas.

Como niña primero y como mujer después, los musicales han tenido un impacto tan grande en mi vida, que me es casi imposible aún en estos días librarme de su embrujo, que alcanza casi todo lo que hago, incluso las rutinas más insignificantes y cotidianas. Si lavo los platos y miro para afuera allí está ese maravilloso influjo, cuando camino por la calle, si me estoy bañando, o tal vez mientras hago fiaca por las mañanas, esperando el impulso de patear las sábanas y abandonar la cama. A veces me siento Genevieve, otras Blancanieves, algunas (muy pocas debo decir) Mary Poppins o María en La Novicia Rebelde. De hecho, tuve la suerte de estar en varios de los lugares en donde se filmó esta última. Estuve en la casa Von Trapp y donde se trucaron los jardines exteriores, de imponente lujuria. Por supuesto, durante todo el recorrido, me la pasé tomando fotografías, cantando “¡The hiiilllsssss are aliveeee with the sound of muuussssiicccc!”, saltando y bailoteando por ahí.  Nadie se sorprendía por ello. Supongo que dos de cada cuatro personas, harán lo mismo diariamente visitando esos parajes. Es imposible no dejarse ganar por el frenesí. Toda esa energía que poseen las locaciones, aún largamente destinadas a otra cosa, se contagia y se mete en los poros, obligándote a hacer el ridículo a cada paso, exultante de alegría, con los cachetes colorados y las gotas de sudor en la frente, completamente ajeno a las miradas reprobatorias.

De chica, casi siempre que me encontraba sola, cantaba o bailaba. Los juegos de la infancia se prolongaban durante días o incluso meses. Pero la danza y el canto o algún monólogo que en esa época se me antojaba “poético”, eran mucho más que un juego, eran casi un estilo de vida. No se me ocurría mirar mi propia existencia como otra cosa que no fuera  una película, y esa película muy a menudo era un musical al que yo le adjudicaba tanto las canciones y los diálogos, como la música diegética y la incidental. Ese estado me acompañó siempre y me trajo amigos inseparables  (reales e imaginarios), me valió enemigos y algún que otro mote de “drama queen”, mandaparte o inclusive el de redomadamente chiflada. Pero por suerte, hubo una parte de mí que se mantuvo indemne frente a los dolores y los traumas de la niñez y la adolescencia, que suelen ser los más difíciles de manejar. Una parte que no tranzó jamás con la mediocridad de las cosas y que siguió pegada a la magia de manara  voraz. Esa parte de mí, es la que cada semana aparece y se sienta a la máquina para charlar con ustedes, rescatándome de la amenaza atroz de las trivialidades de este mundo.

No recuerdo cuál fue el primer musical que vi, pero sí que en lo de mi abuela materna, que tenía un enorme televisor en blanco y negro con una de esas pantallas azules adelante, veía casi todos los fines de semana las cintas de Fred Astaire. Sombrero de Copa, Melodías de Broadway, Ritmo Loco, Tiempo de Swing, Amanda… Todas se me mezclan en la mente, como una ensalada gigante. Más adelante, en mi casa y a color, me agarró una especie de fiebre por Gene Kelly y me copé durante más que un buen tiempo. Así, pasaba las tardes de domingo mirando cosas como Leven Anclas, Un Día en Nueva York (una de mis favoritas), Cantando Bajo la Lluvia, Erase una vez en Hollywood y Un Americano en París, entre otra decena más que no recuerdo. Fue Gene Kelly quien me presentó a Leslie Caron, una de las estrellas favoritas de mi madre y con ella me vi involucrada de manera casi alucinatoria en el universo de dos películas que me marcaron para siempre: Lili y Gigi. Films que se convirtieron en parte fundamental de mi aprendizaje y con los que  me di cuenta de que, aún en las películas, los sueños que se soñaban tempranamente, a menudo se transformaban en otras cosas. ¡Cómo me enamoré del Cabeza de Zanahoria y de Mel Ferrer en Lili! ¡Y cómo no entendí un carajo con Gigi, y por qué no se casaba, y que si no era la novia del tipo entonces qué cuernos era!… Mi vieja me tuvo que explicar mucho a partir de estas dos cintas, cosas de la vida, del amor y de las buenas costumbres. Fue en este período de tiempo, cuando también pude ver  Amor sin Barreras y ahora que lo pienso, no creo que haya sido casualidad.

Ya con la cabeza menos fresca, en segundo tercer o cuarto grado, me encontré con Annie, El Pájaro Azul, Los Muchachos de Antes no Usaban Gomina, Bárbara, con Rafaela Carrá, de la que mi vieja me tuvo que sacar porque tenía un ataque de pánico, todas las de Palito Ortega (que eran re contra viejas entonces, pero que al pueblo llegaban tarde) y, por supuesto y como corresponde, la obligatoria sarta de películas de la Disney.

Cuando empecé a formarme como bailarina, llegaron A Chorus Line, All that Jazz (mi viejo no me dejaba ver telenovelas pero, paradójicamente, me dejó mirarla completa y sin supervisión) Cabaret y Fama, cuatro films medulares para mí que me dieron energía y cuerda para entrenar horas y horas en el salón de danza.

Después, mucho más adelante, ya cuando llegué aquí a estudiar y trabajar, aparecieron cosas como Los Paraguas de Cherburgo, Bailarina en la Oscuridad, Todos dicen Te Quiero, Moulin Rouge (que me partió la cabeza), Chicago, Los Productores, Mamma Mía, La Vie en Rose y muchos, pero muchos títulos más. Y cada uno de ellos, se fue metiendo bajo mi piel y se volvió parte de mi identidad, sin que pudiera hacer otra cosa más que aceptarlo.  Algunos hasta me sacaron de grandes tristezas o de estúpidos estados de adormecimiento. Muchos de ellos me cambiaron la vida y la forma de ver al mundo.

Sé que unos cuantos de ustedes ni siquiera soportan el género, que revolean los ojos cada vez que alguien les sugiere verlo o tiene el tupé de proponerlo como tema de discusión en alguna charla. Pero amigos queridos, se pierden de mucho. Todos deberíamos tener unos cuantos minutos al día de “musical” en nuestras faenas cotidianas. Cada uno de nosotros tiene derecho y se merece ese brillo. Hay tantas canciones para cantar, tantos pasos de baile para tirarse. Es un gran momento para perder el control, para agitarse y sacudirse, para barajar el perchero y dar unas cuantas vueltas. Nadie, pero nadie debiera transcurrir sus días sin danzar un rato o cantar o mirarse en el espejo mientras hace play back con algún temita criminal.

Supongo que tratar de convencerlos de que se dispongan a  entender y a disfrutar es una empresa inútil, pero no me doy por vencida, y déjenme decirles que hay una gran parte de la vida que se ilumina cuando una de estas cintas comienza, y que hay millones de misterios de la naturaleza humana que parecen aclararse cuando uno se pliega a su magia.

Por mi parte, hoy me propuse que la cosa entre nosotros fuera más íntima, así que me voy a ir cantando bajito, muy cerquita de sus oídos y sugiriendo que en esta semana y mientras se secan los dedos de los pies, intenten cuanto menos, entonar despacito alguna canción que les musicalice el día. Revoleen la toalla, usen de micrófono el desodorante, zapateen con las ojotas, muevan el trasero de manera sugerente e invéntense el musical de sus vidas, que para hacer silencio, parece que hay mucho tiempo muchachos.

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