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Cosas que prometí no decir | “Fedora” de Billy Wilder, agridulce decadencia

Cosas que prometí no decir | “Fedora” de Billy Wilder, agridulce decadencia

En un video que figura ya en nuestro canal de YouTube y al presentar nuestro libro “Hitchcock en obra”, junto a Sebastián De Caro, quien me hizo el honor de compartir el momento con su agudeza habitual, éste me recuerda que no tengo gran estima por los films de Billy Wilder. Así como de otros directores del pasado y actuales. 

Francamente de estos últimos no tengo nada más que decir, salvo afinar todavía más el lápiz crítico, para -de haberlas- futuras intervenciones escritas y orales, y afinar todavía más, si es posible, nuestros argumentos…

Pero Wilder… No es tan fácil. Comenzaré entonces por “el odioso yo”, al decir de Pascal.  

Si tengo y mantengo una enorme influencia intelectual en lo referido a las artes, su historia y demás, el nombre del esteta y erudito italiano Mario Praz surge de inmediato. Por fortuna ya le hemos dedicado un extenso estudio; aunque merece todo un mucho más extenso tratado. Bien. Praz me transmitió dos o tres argumentos y conceptos fundamentales para el entendimiento estético y en relación con sus autores y representantes. 

Aquí voy a referirme a uno que se relaciona, y tempranamente, con Billy Wilder; si bien, y como se verá, de manera un tanto oblicua.

Praz enseña que para comprender un determinado período estético-histórico, un estilo y hasta una escuela, no debemos prestar atención, o dirigir nuestra primera atención, a los grandes artistas de ese período.

Muy sencillo. Si queremos saber qué cosa fue el barroco, no interroguemos a Bach, ni a Caravaggio ni a Tasso, ni a Bernini. Busquemos saber su “do”, como repite Praz, en por ejemplo en la poesías de Giambatist Marino o en las  composiciones musicales de Benedetto Marcello. Agregaría por mi parte la poesía de Góngora o libros como “El Criticón” de Gracián.

¿El porqué? Porque -argumenta Praz- el artista menor, mediano, directamente epigonal o discipular, nos dará el preciso aire de familia de un período, ya que no puede remontarse a las alturas del genio. Puesto que de comenzar nuestro entendimiento del barroco con Bach o Caravaggio o Bernini, allí solo encontraríamos, más que al estilo o la forma barroca, a Bach, Caravaggio y Bernini.

Digamos así: un período, un estilo de época, existen, y pueden ser reconocibles, palpables, audibles, legibles, etc. Claro está que también el autor genial o principal participa de ese modo con sus motivos y figuras extraídas o surgidas de ese momento de expresión. Pero su cualidad de genio, esto es -y según nosotros- la capacidad de llevar a cero el azar en sus manifestaciones estético-espirituales, hacen necesariamente que el quid del momento se diluya, al reabsorberse en esa totalidad que es el otro nombre del genio.

Otrosí. ¿Buscaríamos entender la llamada -por lo general mal llamada-, “novela negra” o “hard boiled”, clásica norteamericana indagando a Chandler, MacDonald, siquiera Hammet? Umm. No. Pero si vamos a Jonathan Latimer, donde los motivos y figuras se vuelven ya tics seriales,  entraríamos por la puerta estrecha, pero necesaria, de ese estilo de expresión.

Aún. Si alguien quiere buscar comprender, sentir sobre todo, qué cosa es la música del tango argentino, ¿le diríamos que escuche a De Caro o Arolas, si vamos a la “guardia vieja”, o a Troilo-Pugliese si vamos a la afirmación de la gran  orquesta de los ’40? Sería grave un error. Sí lo primero, Roberto Firpo es lo adecuado. Si lo segundo, Florindo Sassone o Rodolfo Biaggi, es lo indicado.

Si es tango cantable, ¿qué torpe iluso sugeriría escuchar antes que nada las grabaciones de Carlos Gardel?

Expuesto lo anterior, uno de mis postulados fundamentales de “El concepto del cine”, es lo que hemos llamado “elemento austrohúngaro del cine clásico”. ¿Qué es eso? Repitiéndonos un poco. Empecemos por lo elemental. La cantidad de autores, directores, productores, escenógrafos, actores, músicos y demás, de reciente origen austrohúngaro y que no sólo emigraron sino que  construyeron e inventaron Hollwood.

¿Sólo eso? No. Trasladaron al cine clásico de Hollywood un concepto o elemento fundamental de la cultura habsbúrgica. La no diferencia entre el arte “algo” y el bajo”. La cultura musical austrohúngara no hacía diferencias entre Mozart y los varios Strauss; ni entre Mahler y Franz Lehar; entre la ópera y la opereta; así también en su maravilloso teatro, su kabaret, y demás. 

Esto -como decimos- se trasladó y hasta se mejoró en Hollywood. ¿Qué filmamos, que adaptamos? Lo que es bueno. ¿Shakespeare? Sí. ¿Y Mary Shelley o Bram Stoker? (1); también, claro.

El origen de All About Eve fue un breve relato de una revista femenina. Casablanca de un radioteatro. La perla de la corona.¡Qué bello es vivir! de una breve viñeta de una tarjeta navideña.

Cuenta una asesora literaria contratada por la Metro, prácticamente al otro día de laurearse en letras, que su trabajo consistía en lo siguiente. Tenía un despacho propio, bien acondicionado y con un bien remunerado salario. “Me me traían cientos, miles de libros por semana. Obras de Broadway, novelas recién editadas, manuscritos, reediciones de clásicos, Pulp Fictions, Comics… ¿Qué debía hacer? Leerlas y ver si se podía extraerse un film de allí. Recuerdo que en una semana leí el “Ulises”, varios melodramas, obras de O’Neill, libretos de óperas varias, novelas policiales, el texto de un radioteatro y buena parte del teatro clásico isabelino.

La cultura austrohúngara habsbúrgica a pleno y en modo trasatlántico.

Finalmente, pero no menos importante, lo que sigue. Ese aire, esa aura de frivolidad decadente, de fiesta que se termina luego de una gran farra y borrachera. Ese cinismo constructivo, ese talento para la autoironía, para el epigrama y la mundanidad cultural. Desde muy temprano (von Sternberg), y en su culminación (Mankiewicz, Ulmer, Lang, Ophüls, Cukor, Sirk), ese “do”, se manifestó en las obras más logradas; y sobre todo en las ejemplares; más que nunca. 

Pero, y ahí está el detalle -como diría Cantinflas. ¿Dónde atisbé por primera vez esto? ¿En Laura o Boujour Tristesse y Preminger; en Scarlett Street o The Woman in the Window y Fritz Lang; en Carta de una enamorada de Ophüls” (*) en Ruthless o Bluebeard y Ulmer; en Carta para tres esposas o Cinco dedos y Mankiewicz; en The Philadelfia Story o en A Double Life en Cukor; en Palabras al viento o Lo que el cielo nos da y Douglas Sirk? No. En Billy Wilder.

Sunset Boulevard en una síntesis extensa y evidente de todo ese estilo. Decadencia, fineza, pero postrera; cinismo y gusto por cierto modo deletéreo de lo sensual ¿No fueron Sacher-Masoch y Otto Weininger, dos austrohúngaros más que notorios? Plena de violines gitanos, valses y gigolós en frac. Ese refinamiento de lo que fue y sólo permanece en el tiempo y la distancia, tal como las burbujas de una copa de champagne. Eso sí, del mejor y bebido en copas Pompadour… 

En Sunset Boulevard esto es llevado a su apoteosis. Pero esta es subrayadamente fotográfica en lo plástico y verbosa en lo literario. Ni hablar de las ratas acechando en los rincones; los tangos bailados en pisos espejados; los ojos sometidos a la morfina y al rimmel de Norma Desmond; el criado silente y ex marido puesto en -¿ven?- condición sachermasochohuiana e interpretado por el vulgarizador temprano de lo austrohúngaro (2), Erich von Stroheim. Las sedas estridentes y los claroscuros macabros. ¿Bigger than Life? Ciertamente. Pero ya puesto en vitrina de bazar y en subasta para curiosos.

Claro que esto ya estaba en Double Indemnity, donde para hacer evidente que se trata de un film “noir”, el protagonista dice “baby” casi en cada diálogo que mantiene con la femme fatale y que para demostrar que lo es lleva una deletérea y sugerente pulsera “esclava” tintineando en su tobillo; como lo tendrá también Audrey Hepburn (aunque fabricado por ella) en Amor en la tarde (*). Faltan las pieles de mórbido visón de una Venus en interiores y ya tendremos el atrezzo completo.

Desde luego esto también lo tenemos en Sabrina; llevado al paroxismo en Irma la dulce; anteriormente, mezclando la opereta de Franz Lehar y mechada con el turbio erotismo de Arthur Schnitzler, de Some Like it Hot.

No sé si llegaría por mi parte a repetir lo dicho por Andrew Sarris en su recorrida crítica por los directores clásicos de Hollywood: “Billy Wilder es tan, pero tan cínico, que él mismo no cree en su propio cinismo”. 

No creo. Creo que su cinismo -palabra siempre mal entendida y hasta envilecida- (3) fuera falso. O que fuera falso en relación con el mundo de Mankiewicz o Cukor o Lang, et. al. No era falso; pero era un tanto abaratado y hasta relamido. Es todavía caviar; pero no es Beluga, sino un símil de lampo noruego. El champagne no es aguado, por cierto, pero se ha pasado un poco por el descuido que ha sufrido en su traslado de la bodega originaria situada en Viena.

El interés que ha despertado en los últimos años, se debe sencillamente a que ha vivido más que los demás clásicos o semi clásicos. Se habían ido todos ellos. No estaban Hitchcock, ni Hawks ni Minnelli; no estaban Preminger, Ulmer o Mankiewiz. No estaba ni siquiera Michael Curtiz (judío austrohúngaro, por cierto); ni siquiera Lassie.

Entonces esa nostalgia que reemplaza malamente a la auténtica melancolía -como el símil caviar al Beluga-, se apoderó de los espectadores y hasta de algunos de los directores más recientes -como Cameron Crowe-, pero y ya sin el mínimo fiato para acercarse a esas dulces decadencias, como diría Sally Bowles…

Así los libros postreros, los reportajes donde -ahí sí- el talento de Billy es magistral en el epigrama cínicamente perfecto, en el memento agridulce, en el chisme picante y disparatado. Queda solo él en medio de un set vacío y sin luces. Desde luego no se mostró como una versión masculina de Norma Desmond, claro que no. El temprano ejercicio de exorcismo había servido. Pero estaba ya sólo para el memento, para la evocación suntuaria, y allí se dio el gusto de ser el último de los austrohúngaros y al alcance de todos. No es poco.

No quiero terminar esto que escribo sin prestar atención, y mucha, a ese paradójico canto de cisne en la obra de Billy Wilder. Desde luego hablo de Fedora. Decimos paradójico, puesto que el canto de esa ave heráldica se emplea para el vals de la despedida de un autor en su otoño.

Pero aquí fue el canto del gallo y en sentido contario del cursus honorem habitual. Aquí el cinismo artificial de Wilder se volvió activo, operante, luego de más de medio siglo de ser tan sólo un cinismo de retaguardia, un específico tan concentrado que era veneno.

Vuelve al mundo decadente y cerrado en sí mismo, como una ostra que guarda usurariamente la perla para un uso endogámico. Fedora es una relectura de Sunset Boulevard. Pero aireada con el aire puro y el azul purísimo de ese mar y de ese cielo mediterráneos.

Aquí podría decirse también, que aquella temprana decadencia estancada es reconvertía por un toque de talento otoñal, en decadencia como ariete de una apología sin cortapisas por el cine clásico de Hollywood; por ese bosque sagrado y ahora perdido. Así los furibundos ataques del director guionista interpretado por el mismoWilliam Holden -ya sin capacidades de gigoló-, a “esos barbudos que filman sin guión y solamente con un zoom”. Con ello había revertido y reverdecido tantas décadas de regodeo claustrofóbico. Aquí el gossip, la trivia, lo mórbido y hasta lo macabro, son artillería pesada y contundente y eficiente, contra ese menefreguismo de cierta vanguardia siempre renovada y siempre igual. 

Cierto que ya para entonces -1977-, la nueva generación, la dura y orgullosa falange autoconciente, había puesto de nuevo las cosas en su lugar. Dos partes de la saga de El Padrino, El exorcista y hasta algún primer DePalma, habían aparecido y ganado la partida a esos farsantes de la generación anterior, que intentaron volver al cine de Hollywood en dependencias televisivas y teatrales, y hasta en seguidores de las chapucerías alegórico-infantiles fabricadas a destajo en París.

Esto ya era cierto cuando apareció Fedora. Es posible que pueda verse ahora como un ajuste de cuentas magistral, pero algo anacrónico y otoñal, cuando ya le plena floración de la primavera autoconciente había estallado. 

Puede ser. Pero aquí paso de nuevo a lo personal; todavía más. Me recuerdo viéndola en una función privada. Sobre todo recuerdo el momento en que William Holden se cuela en la misteriosa, pero aquí soleada mansión y muy griega, donde está guardado el secreto de Fedora ¿Y del propio cine?  

La acción se precipita; recorremos el azul del Egeo y a pleno sol; ese sol que llevó a la belleza y al filosofar. Aturde la música de Miklos Rosza que también ha despertado de su letargo. Entramos en la casona; recorremos su interior vacío ahora; por sus pasillos y vericuetos, y en el momento en que Holden abre un cajón de la cómoda y descubre con una súbita subjetiva los cientos y miles de pares de guantes blancos de Fedora, y mientras sigue la música a todo…, Recuerdo que pocas veces, al menos hasta entonces y en buena parte hasta el día de hoy, sentí ese éxtasis, esa exaltación física y anímica que logra el arte cuando es cine.

Como dijo Pound sobre Whitman: “hagamos las paces, Billy, “puede haber comercio entre nosotros”. 

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

1: muy importante, tanto “Frankenstein” como “Drácula” son dos obras maestras absolutas. Más aún, ya hemos dicho que son obras más perdurables que casi todo el pasticcio de novelas “realistas” del siglo diecinueve. Así como son obras maestras “Cumbres Borrascosas” y “Moby Dick”. Pero como también hemos apuntado, esta revalorización de Shelley y Stoker, es otra de las cosas que debemos a Hollywood. Hasta entonces estaban archivadas, tachadas, y hasta ¡despreciadas!

2: es hora de decir, o de recordar, en mi caso, ya que lo he dicho repetidas veces, que los films de Erich von Stroheim son un bluff; revistos hoy son infantiles, ridículos, fechados, y sobre todo tempranamente bastardos con respecto a lo austrohúngaro.  

Los lamentos contra los productores, que se volverán luego ya inflacionarios con las patrañas de Orson Wells, son parte de la leyenda negra anti Hollywood. Era un delincuente y un aprovechado falsario. Hasta la partícula “von” era falsa. 

Como recordaba -precisamente Gloria Swanson-, que produjo privadamente el film, bueno… con ayuda de Kennedy senior, sobre el rodaje de Queen Kelly (algo de una vulgaridad estrepitosa): “V S no tenía idea de lo que era el cine. Podíamos perder todo un día de trabajo buscando filmar el primer plano de un cenicero”.

3: la escuela filosófica conocida como cínica, cuyo nombre provenía de “kyon”, perro, de los que se rodeaban estos filósofos porque preferían su compañía a la de los hombres (y cuyas epigramáticas variantes se repiten hasta el día de hoy), eran los que enseñaban oralmente, vivían en los recodos del camino y bajo los portales. Despreciaban todo lujo y riqueza y ostentación. Se cuenta, no recuerdo dónde, que uno de los más conocidos de los cínicos, Diógenes de Sinope, fue invitado una vez por Platón a visitarlo en su casa. Éste, un aristócrata riquísimo vivía en un palacio. Diógenes entra y en lo que se llamaría luego vestíbulo y comienza a limpiarse los pies llenos de barro sobre las alfombras puestas allí; y seguramente procedentes de Persia. Aparece el dueño de casa y al ver lo que está haciendo su invitado, pregunta “¿Qué estás haciendo Diógenes?” “Me limpio los pies en tu orgullo, Platón”.

Desde luego podría apuntarse aquí, que el cinismo de cepa austrohúngara, es el de quienes viven en palacios con alfombras persas a la puerta; pero que se alza un poco de hombros, porque sabe que todo termina…

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