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DOSSIER

John Wick o la materialidad hecha cine, por Daniel Nuñez

John Wick es la muerte. Pero no la muerte Europeizada, alegórica y trascendente de El séptimo sello de Bergman. No señor. Es la muerte segura, despechada, ruin y metafísica que reemplaza la guadaña por una Glock y un arsenal de armas de fuego. La muerte que, más allá de su naturaleza intrínseca, se baña de luto por la pérdida de quien alguna vez fue su amor, refugio y salvación.

John Wick empieza con violencia y termina con violencia. Es un relato circular como los de autor, los que se cargan a sus espaldas formas, ideas y secuencias memorables. Ya en el primer plano lo vemos emerger medio moribundo de una camioneta cagada a palos tanto o más que él. Camina como puede y se desvanece en el suelo en lo que parece un muelle o algo por el estilo. Saca su celular y ve una vieja grabación en la que está junto a su difunta mujer. Acto seguido y con un buen uso del montaje somos testigos del deceso y próximo funeral de ella. John, bajo la constante lluvia que simboliza su torturado estado emocional nos advierte que desde siempre cargó con el luto, que el color negro no solo es símbolo de muerte, también lo es de su interminable dolor.

John Wick transcurre en una Nueva York olvidada por Dios, un terreno donde la muerte física (asesinatos) y la muerte metafísica (el mismísimo Wick) acumulan cadáveres a diestra y siniestra, día y noche; y si hay abundancia de planos aéreos de la ciudad es justamente eso: la visión de un todopoderoso limitado solo a observar, y cuya intención de intervenir en ese submundo es nula. La idea de la muerte cubriendo cada rincón de la ciudad, cada personaje, cada acción y escena impregna de un aroma funesto, al punto de que nosotros espectadores podamos sentir el olor a hierro de la sangre derramada en cada enfrentamiento.

Wick funciona como un bailarín barbárico cuya danza es ejecutada al compás de la matanza, cuya construcción fisiológica en cuanto a pose, movimientos y destreza está más cerca de ser un samurái que un matón con arma de fuego. Dicha mímica, barniza de un lirismo en donde el metalenguaje puede encontrar las variantes más simbólicas. En una escena le dicen “¿Por qué cuando decís hablar pienso que hablás de otra cosa?”. John es un tipo de pocas palabras, por eso se expresa con acciones. Su lenguaje es netamente corporal. Esa formalidad nos recuerda al viejo discurso de Duro de matar: el accionar del malo, Hans Gruber (que simboliza al villano Europeo) en detrimento del héroe Norteamericano John McClane. Mientras que en uno las palabras resonaban en cada radio mandoneando a los suyos detrás de un escritorio, McClane le ponía el cuerpo, el physique du rôle a la historia y con ello aquel discurso hablaba por sí solo. En John Wick, que también puede ser John Wayne, si se quiere, algo de eso hay: él no habla, no necesita hacerlo, porque pertenece a la tradición del cine Norteamericano y con ello la idea de que el cine es solo funcional a la acción, no a las palabras. Su existencia es la excusa perfecta, autoconsciente para llevar a cabo una de las películas de acción más violentas y con ello, físicas de los últimos tiempos.

La historia es más bien conocida: John es un asesino a sueldo retirado que tras perder a su mujer por una enfermedad terminal pasa el luto inevitable junto a Daisy, una entrañable cachorra. La perra en realidad es un obsequio que la mujer encomendó antes de partir para que su marido se sienta acompañado. Una noche, unos matones rusos de la mafia ídem irrumpen en su casa y le roban su preciado auto. No sin antes darle una golpiza y matar al animal. Error. Grave error. John ejercerá como verdugo implacable aniquilando a cada uno de los matones que irrumpieron en su morada y un poco más también, ya que está. Pues, la excusa es simpática: Daisy era legado de ese inmenso amor que aprieta el pecho del protagonista transformado en angustia perenne. Si se quiere, Daisy, que es una fémina como su difunta mujer simboliza de manera física el amor entre ellos. John estará solo en su épica contra el mundo que lo rodea, salvo por un viejo amigo (Willem Dafoe) que oficia como Deus ex machina cuando el protagonista parece no tener escapatoria.

Esta película marca a fuego la materialidad del cine o dentro de él, como eje medular: los cuerpos recibiendo impactos de balas y cuchillazos profundos, el dinero profano ardiendo en iglesias deteriorando por completo la espiritualidad, los golpes precisos, las caídas dolorosas, el pasado marcado en el cuerpo del protagonista y toda cosa que pueda materializarse fisiológicamente. El profundo dolor de Wick es justamente la pérdida física de su mujer: el amor perdura pero toda función, digamos, abstracta queda relegada a un segundo plano. Daisy además funciona como nexo emocional de la naturaleza de John: ella, de biología animal pero representación simbólica de su mujer (o del amor de ambos) y él de biología humana pero animal en su signo por lo que las polaridades se invierten. El comportamiento de John es casi el de un chacal acorralado que intentará por todos los medios seguir adelante. Se mueve, como el mencionado animalejo pasando el crepúsculo y da rienda a la cruenta cacería.

Partiendo de esta pequeña premisa y sin comprometerse con un guion complejo, lo cual se agradece, lo importante en la película son las ideas, formas y símbolos. Si bien el placer pasa por las escenas ultra coreografiadas de combate, y con ello la matanza en sí, John Wick no se queda en una mera explosión instantánea y masturbatoria de tiros. La cruzada que emprende John a lo largo de la película lo lleva a volver a escarbar en un pasado que siempre estuvo presente: presente en su naturaleza o en todo su cuerpo mapeado, que son la imagen física de tiempos oscuros encajonados en lo más profundo de su psiquis. En su espalda una cruz estampada que más allá de su razón diegética, simboliza la culpa, la “cruz” que debemos cargar por un pasado que nos atormenta: es objeto de interés extraordinario en la escena de la ducha antes de comenzar con la primera y sanguinaria matanza. Bañarse o lavarse, funciona como estadio, pasar de una cosa a otra y la significación pasa por varios procesos: el de intentar “lavar” su pasado (imposibilitado por sus tatuajes), el de pasar de un “clima” a otro (el agua ejerce como significado o símbolo de esto último) o el de intentar limpiar ese presente doloroso y así volver a ser lo que siempre fue: una imparable máquina asesina impertérrita.

John Wick, maldito como su rival, se transforma ya en el final en metafísica pura: deja el luto para convertirse inevitablemente en La muerte: imparable, irremediable y vestido de un negro que solo su alma puede superar. La tormenta en la secuencia final y la furia del protagonista no hace más que magnificar el mito: una fuerza de la naturaleza, Baba yaga (el hombre de la bolsa) como le dicen sus enemigos. No hay nada en el film que deje un halo positivo más allá de la enorme diversión que supone su operación estética y narrativa para el espectador. La diégesis funesta y grisácea se extiende hasta la ambientación de la casa de Wick: fría, triste y solitaria, casi una extensión de la personalidad del protagonista. Eso la conecta instantáneamente con Le samurái de Jean Pierre Melville, su obra maestra sobre un asesino callado y solitario que se desliza sigiloso y errante por la Francia de los 60. Melville, que hablaba sobre la soledad aniquiladora del protagonista de turno, tomaba como metáfora la alienación de los samurái para poder narrar su trágico film noir de melancólicos resultados. De eso hay mucho en el film de Chad Stahelski aunque el propósito sea más fatalista: todo lo material dentro del universo Wick en algún punto se destruye, desaparece, llega a su fin. Si tomamos esta base, no es descabellado que el film comience así: con la muerte del mismo film, con el final.

John Wick 2: confirmación de materialidad

Una toma aérea. El sonido de un motor furioso en las calles de una New York nocturna y vampírica. El muro de un edificio que se eleva hasta el cielo se deja impactar por imágenes arcaicas y circenses del bufón más grande del cine: Buster Keaton. Una de las proezas proyectadas termina con el genio volando por los aires cuando la moto en la que iba colisiona contra un tronco e inmediatamente la escena es interrumpida por un flaco que, más violento y menos payasesco, repite la acción en su motocicleta derrapando en el asfalto húmedo, nada más que fuera del universo busterkeatoniano. Así arranca John Wick 2: Un nuevo días para matar.

En esta segunda parte no hay tiempo para nada, así como en la tercera el reloj parece correr a mil revoluciones por segundo. Es por eso que la escena inicial, además de estar hermosamente filmada por su acertada construcción cinematográfica y su lúdico metalenguaje, va directo y preciso como el mismísimo Wick, que reemplaza un poco las balas por un Chevrolet Chevelle SS 396 de 1970 para hacer de las suyas. John arrasa con todo con tal de recuperar su auto, aun en manos de los villanos de turno. Cuando logra su cometido nuestras sospechas sobre si esta saga resignifica la materialidad del cine quedan resueltas y sin cabos sueltos: a John no le interesaba el auto en sí, sino lo que dentro se escondía. La carta, última voluntad de su fallecida Helen, se encontraba en la guantera. Ese “testamento” magnifica el valor material, todo lo que sea tangible, por sobre lo abstracto. Hay sentimientos y emociones relacionados a ellos, a los objetos por ejemplo, solo que la necesidad de preservación de los mismos parece encaminar a la saga en un discurso sobre lo mundano en el universo de la película. Un mundo material por así decirlo.

Cuando hablo de “mundo material” es referido a la materia, que sabemos, cuando se extingue, desaparece, lo asociamos al olvido. John puede simbolizar a la muerte pero sigue siendo un humano, por lo que su asimilación sobre “no olvidar” está ligada inherentemente a dichos objetos, o cualquier cosa física. Dicha materialidad está sujeto además a la puesta en escena y la naturaleza del cine, por lo que la saga es un enorme homenaje a la pulsión cinemática.

Acá Wick debe rendir cuentas por un hecho del pasado, un pasado que vuelve materializado en el nefasto Santino D’Antonio un italiano elegante y sofisticado con cara de pocos amigos, que le refriega un viejo favor y que de no acceder a devolvérselo tendrá duras consecuencias. Como John es un tipo que pertenece a la mejor tradición del cine, la Americana, se niega rotundamente ya que intenta rehacer su vida luego de los tormentos vividos en la primer parte. Como conocedores de esa tradición, sabemos que las cosas no irán como el protagonista imaginaba y el caos se colará nuevamente en su vida: hacen volar su casa, espacio sagrado que revive una y otra vez recuerdos de amor eterno ahora convertido en un cementerio de fotografías ardiendo en llamas de su inmortal Helen. Si se quiere, esas fotos abrazadas por el intenso fuego son la fotografía de Sarah Connor que el soldado Kyle Reese protegía con recelo en el aterrador futuro de Terminator (1984) y que inevitablemente replicaba un destino candente como en ésta. John entonces se verá obligado a cumplir con el acuerdo, que advertimos, huele bastante rancio.

Helen, omnipresente, ejerce como salvación y (nuevo) templo, casi un Dios para Wick. Su única herramienta de fe y en donde deposita una religiosidad absoluta. Ese “Dios” que a su vez está muerto, funda por completo la fúnebre visión que se tiene del protagonista y sus alrededores. Sin ir más lejos, John empieza la saga enamorado de una mujer muerta, por más que sea en base al relato fragmentado (empieza con el final). ¿Se podría decir entonces que Wick está enamorado de la muerte? ¿Que el valor emocional que tiene sobre su amada está ligado a lo lúgubre más que a los recuerdos que guarda en su memoria? ya que son pocos los flashbacks que tenemos relacionados a la mujer en vida. Igualmente no tentemos a la necrofilia, eso es cosa de Hitchcock.

John es, si pensamos detenidamente, un villano más en el submundo en el que (sobre) vive: es un asesino a sueldo, letal hasta los huesos que generó fortunas para otros aniquilando a quien en su mira se cruzara. Eso sin mencionar que jamás sabremos a quienes ni a cuantos a matado. Se puede presentar como un antihéroe porque todo eso pertenece a un pasado no tan lejano, y al cual no tenemos acceso. La diferencia está en las razones cinéticas: antes la matanza se ajustaba a intereses netamente monetarios, mientras que en el presente la ética, la moral y el honor son cuestiones que motorizan su accionar. Como en muchos films sobre asesinos/matones que intentan rehacer su vida o que en su defecto el destino los cruza con un interés romántico (incluyendo la excelente Los últimos días de la víctima de Aristarain), estos comienzan a flaquear y se dejan influenciar más por sus emociones que por su destreza profesional. Si bien la primera parte ya advertía esto, acá se afianza con firmeza, teniendo en cuenta el desequilibrio al que se somete al enfrentarse a sus demonios y tirar la casa por la ventana: En el Continental, lujoso edificio que oficia como punto neutro donde los matones no pueden hacer negocios, John le vuela la cabeza a Santino por lo que viola el arreglo pactado. Se dará a la fuga mientras el precio por su cabeza sube exponencialmente. John en su huida por la ciudad cruzando a un gentío es observado por casi cada individuo creando una sensación de paranoia abrumadora: la misma parece salida de una de las tantas secuencias aterradoras de Los usurpadores de cuerpos en donde nadie podía confiar en nadie. No es descabellado pensar una conexión entre ambas películas ya que invierte el estado de paranoia con respecto a su predecesora: los malos dormían con un ojo abierto y se abrazaban a sus armas en vez de sus almohadas en tanto Wick podría surgir de entre las sombras. Ahora es el quien debe hacer cucharita con su compañera y vieja amiga Glock.

John Wick 3: Parabellum. Épica de la materialidad

John escapa bajo la gruesa lluvia en una noche que se las trae luego de haber asesinado a sangre fría a Santino D’Antonio en el lujoso Continental y ser excomunicado. Está más hecho mierda que nunca y lo acompaña su nuevo amigo canino que desde el final de la primera parte le hace el aguante. Vemos como la recompensa por su vida es cada vez más alta. Los números suben y suben como si tratase de una carrera de caballos o algo por el estilo. Se mete en una biblioteca buscando algo desesperadamente ya que el tiempo parece empujarlo. Agarra un libro aparentemente escrito en ruso y al abrirlo vemos no solo un par de elementos que lo pueden ayudar: una foto de Helen que a estas alturas necesita materializarse para nuestro recuerdo y el del protagonista sirve como combustible para jamás rendirse y así mantener su memoria intacta (como dice Wick más de una vez). Acto seguido un ruso gigante y feo se aparece como primer obstáculo. Ambos pelean violentamente entre los silenciosos pasillos de la biblioteca dejando en claro la intención de lo que vendrá más adelante: John con ferocidad le rompe el cuello con el lomo del libro, en una de las escenas más dolorosas e irresponsables de toda la saga. Sigue escapando y unos orientales petisos y ultra agiles lo acorralan en un depósito de antigüedades brindando así la escena más espectacular de todo el film: la secuencia es violenta, brutal y sanguinaria, tal vez más de lo que podríamos imaginar. Desde este punto a Wick se lo ve cansado, medio tosco en sus movimientos si además lo yuxtaponemos con los enemigos energéticos a los que tiene que combatir y las escenas de acción y carnicería son exponencialmente más y más grandes mientras el relato avanza. Tanto que llama a la épica, la épica de la materialidad.

John intenta encontrar refugio en la Ruska Roma implorando ayuda a su líder, la Directora. Ella le aclara que debe renunciar a todo si se lleva a cabo la posibilidad de protección. Lo que sigue es la épica de la muerte en su estado más vulnerable, cruzando un desierto, rompiendo huesos, recibiendo miles de golpes a fuerza de patadas demoledoras y trompadas knockeadoras, disparando a diestra y siniestra mientras la lluvia de casquillos rebotan en el suelo a su vez que el protagonista vuelve a cargar y descargar cartuchos de todo tipo de armas. También hay catanas, persecuciones en moto y caballos en medio de la noche, hay perros entrenados para atacar letalmente, quemaduras de ganado en el cuerpo y un sinfín de peleas que son la razón absoluta de esta saga. La autoconsciencia que se adquiere en este film es aún mayor o notoria que sus antecesoras, ya que el espectador sabe a qué se va a enfrentar una vez que apoye el culo en la butaca advertido ya de antemano no solo con las entregas anteriores, sino con cada paso que da su protagonista en esta laberíntica tercer parte.

John Wick 3 lleva la materialidad hacia la épica de aventuras, dejando un poco de lado el neo noir al que nos había acostumbrado y jugando con un ludismo que, si bien siempre tuvo, ahora traspasa los límites. En esa construcción sobre la épica podemos ver imágenes osadas donde Wick camina casi moribundo por las dunas de un desierto majestuoso y letal. Ese viaje que tiene una función narrativa ligada a la única salida para el protagonista donde debe llegar a la eminencia más alta y ser guiado si lo que quiere es seguir vivo, podría ser también un viaje espiritual o un intento de ello por encontrarse a sí mismo y saber cómo continúa en medio del quilombo que armó. Como la visión que se tiene del mundo es absolutamente mundana, Wick no se encuentra a sí mismo ni nada por el estilo: a cambio se achura un dedo de la mano con un cincel, el mismo en el que cargaba con orgullo el anillo de su inquebrantable unión con Helen. No se lo quita, no señor, se cercena violentamente esa extremidad como símbolo de su compromiso con la orden. Esta escena deja en claro la necesidad que se da por lo físico y material (no importa el anillo en realidad, sino que corra sangre) a tal punto que el protagonista sacrifica una parte de su cuerpo como ofrenda solo para mantenerse con vida y así recordad por siempre a Helen. Esa idea, la de necesitar que el recuerdo de su mujer no sea devorado por el triste olvido y que tenga como envase y templo el cuerpo de su enamorado no es más que una necesidad existencial del protagonista como función absoluta de la diégesis. Es decir, ¿Helen no tenía parientes? Las personas que vimos en su funeral ¿Quiénes eran? Obvio, no son importantes para el espectador por lo que debemos creer que el único que hace justicia en su memoria es Wick y el cual exigimos una eternidad más ajustada al halo metafísico que lo rodea que a la del tipo que lo persigue un pasado terrible.

John Wick 3 hace gala de un universo inspirado en el cine de acción, lo que lleva al límite los homenajes de otros films de género. Hay citas a Mentiras Verdaderas de James Cameron en la huida que efectúa Wick a caballo por la ciudad, otras al cine de John Woo (especialmente a The Killer), a Terminator 2 (en la pelea final), a The Matrix (textual: “Armas…Muchas armas”) a The Warriors de Walter Hill y hasta Ghost Dog: El camino del samurái de Jarmusch (el negro que vive en la clandestinidad y ama estar rodeado de palomas en el techo de un edificio) y que a su vez era un homenaje de Le samurái de Melville. Ver esta película supone un regocijo absoluto de los sentidos, que un poco nos recuerda a la sensación de disfrute de películas en las que la acción imparable, el tempo de reloj y las tomas perfectas intentando captar las acciones perfectas estaban más ligadas a la necesidad de contar bien una película más que comprarse a los espectadores con un par de torpes y vacuas fórmulas genéricas. Acá hay formas, ideas y más también, si se quiere, claro está. Larga vida a John, un tipo para nada magnánimo.

© Daniel Nuñez, 2019 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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