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Crítica: La Flor, por Quintín

Crítica: La Flor, por Quintín

(Argentina, 2018)

Dirección y guion: Mariano Llinás. Interpretes: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa, Laura Paredes. Producción: Laura Citarella. Duración: 840 minutos.

Catorce horas no hacen un río

En Evasión y otros ensayos, César Aira incluye uno sobre Salvador Dalí donde habla de la diferencia entre talento y genio. Dice Aira: “El talento hace lo que puede. El hombre de talento puede hacer lo que se propone, y si tiene mucho o muchísimo talento puede todo o casi todo; esto se refiere a lo que quiere hacer, es decir a hacer la realidad, a plasmar en realidad, lo que ha pensado o imaginado… En cambio el genio hace solo lo que puede: está obligado a hacer lo que le manda su genio, pues él no es un mero superlativo de la habilidad o el talento: él está poseído por una fuerza sobrehumana que lo domina… Con esa sumisión paga la admiración, la devoción con la que el consenso universal lo ve… Está sometido a su genio.”

Después de leer a Aira y ver La flor, pensé que Mariano Llinás era un genio. Efectivamente, está dominado por una fuerza sobrenatural que lo lleva a hacer cosas distintas a los otros cineastas: películas de catorce horas, relatos en los que todo se cuenta en off, voces dobladas a idiomas extranjeros, pantomimas que recrean obras famosas, textos apócrifos ilustrados en imágenes, una secuencia de títulos de más de media hora entre otras invenciones que podrían ser consideradas simples extravagancias si Llinás no fuera un genio en el sentido aireano de estar poseído por una fuerza incontrolable.

En cuanto al talento para el cine, Llinás no carece de él, aunque no lo tiene en abundancia. Uno diría que su veta natural es la literatura, aunque hay un gran equívoco en torno a ese punto. En principio porque su talento no se expresa en novelas, poesías o ensayos sino en guiones, parlamentos y textos de películas propias y ajenas (hay, por ejemplo, uno notable sobre el pintor Cándido López en El cielo del Centauro de Hugo Santiago). Llinás tiene una gran capacidad para imitar registros de otros, desde ese tono borgeano del que ha abusado un poco, a la enunciación wellesiana del noticiero que inaugura El ciudadano con esa voz estentórea y algo paródica. De todos modos, la capacidad de trabajo de Llinás le permitió progresar en la artesanía propia del cine para rellenar los huecos que su genio hiperbólico propone para convertirlos en película. Recuerdo por ejemplo que Balnearios, su primer film, se proponía originalmente como una detallada taxonomía de todas las clases de balnearios de la Argentina; después lo redujo a proporciones manejables y le agregó pasajes de ficción. Lo mismo ocurre con La flor: el proyecto de reunir en un solo film pequeñas historias de género clase B enrarecidas por la violación de algunas convenciones (la ausencia de final, por ejemplo) requiere de un talento superlativo para que el conjunto tenga la frescura y la creatividad necesarias para sostenerse.

Pero las historias que componen las catorce horas que dura La flor no son tan fluidas y pertinentes como lo fueron en su momento las “B movies” en manos de sus mejores artífices. Llinás no es Ulmer ni Tourneur y en cambio se dedica a parodiar el género. Sin embargo, la acumulación y la desmesura propias de su genio contribuyen a sostener el gran formato y disimulan la relativa inanidad de cada uno de los episodios tomado aisladamente. La duración le permite, entre otras cosas, entrar y salir de la narración en primer grado mediante la parodia, el pastiche, la torpeza deliberada (una momia que no asusta a nadie, para poner un ejemplo). A veces, Llinás se acerca a Ed Wood, pero en ese registro extragrande y de segundo grado, disimula lo que en otro contexto serían simples fallas. Su genio, como el de Welles, se manifiesta en esa ambigüedad permanente de la que solo el realizador tiene la clave. Claro que la clave para F for Fake (película trabajada hasta el paroxismo en su brevedad) y la clave de La flor (trabajada mucho más en extensión que en intensidad) son muy distintas.

Vi la primera parte de La flor hace un año y medio, durante el festival de Mar del Plata 2016, en una función programada por sorpresa que desató una gran expectativa. No fue una experiencia grata. A pesar de algún hallazgo ocasional, las imágenes me resultaron feas y las dos historias bastante tontas. En el recuerdo, me molestaron la misantropía, la aceleración de los personajes y una serie de rasgos caprichosos, como el de doblar a una de las actrices para hacer de catalana sin necesidad. Aunque los incondicionales de Llinás festejaron aquella proyección como si fuera un gran logro, el ambiente a la salida fue de decepción y de cierto hartazgo ante cuatro horas poco estimulantes. En cambio, la presentación de la película entera en la competencia internacional en el Bafici 2018 fue un éxito estratégico en el que el previsible premio a la mejor película fue menos importante que el haber impuesto un concepto. Dos factores ayudaron a que lo de Mar del Plata no se repitiera y que la sensación en el ambiente fuera otra. En primer lugar, las segunda y tercera partes están más logradas que la primera: su entramado, su artesanía, es de una calidad mayor.

La segunda parte se mueve en un territorio que Llinás exploró en Historias extraordinarias: la fuerte presencia del relato en off con los actores poniendo el cuerpo y distanciándose de una dramaturgia convencional (casi podría decirse que Llinás elige buenos actores para que no actúen). Pero comparado con Historias, el único episodio de la segunda parte mejora como ilustración fílmica de un relato oral. Es una historia de espías y agentes secretas autocontenida, que con un final cualquiera (los cuatro episodios de género de La Flor quedan inconclusos como si fueran capítulos de un viejo serial) podría resistir como película única. Detrás de la segunda parte de La flor hay un concienzuda lectura de las novelas de espionaje de John Le Carré, que cristaliza especialmente en el monólogo que hace Rafael Spregelburd sobre los traidores. En otra de las elecciones excéntricas de Llinás, Spregelburd está doblado al inglés, como otros actores están doblados al francés, al ruso y hasta a un español centroamericano. Pero nuevamente, una idea absurda funciona mejor repetida que aislada y el resultado es mejor que en la primera parte: es otra herramienta para el distanciamiento dramático y para que la voz en off del propio realizador y de su hermana Verónica conduzcan y controlen la narración.

El otro factor que le da a la película completa un interés superior al de la primera parte aislada, es una gran idea de guión que le permite aumentar su profundidad estructural y su volumen narrativo para salir parcialmente del esquema de las historias desconectadas. Al principio de la tercera parte hay un giro que ocupa todo el cuarto episodio y le da a La flor un sentido ficcional unificado, el centro con el que se conecta cada pétalo en el esquema de la película. La idea metaficcional es que las historias parciales independientes son instancias de una batalla épica entre el director y las cuatro actrices principales (Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes).

Esa tercera parte empieza con un conflicto en el rodaje de la propia película, donde en medio de un caos generalizado y música disonante, las actrices se amotinan contra una nueva productora cuya misión es ponerlas en vereda. En clave cómica, es la única escena plenamente actuada de la película: en castellano, con parlamentos, sin voz en off ni doblajes, con personajes algo grotescos pero verosímiles. Luego, la narración se bifurca. Por un lado aparece un nuevo episodio fantástico que empieza en Canadá sobre árboles que caminan. Por el otro, se ve al director de la película (interpretado por Walter Jakob, quien imita corporalmente a Llinás) y su equipo técnico en una excursión para filmar árboles en la Provincia de Buenos Aires, como un intento de deshacerse de las actrices y darle un giro distinto a la película. Es la guerra. Las cuatro mujeres (más la productora real de La Flor, Laura Citarella) resultan una secta de brujas con maléficos poderes que atentan contra sus enemigos. Pero las dos ramas de la historia se conectan mediante una tercera línea narrativa: un tal Gatto, enviado de un misterioso organismo internacional, llega al país para investigar un posible ataque de los árboles y se encuentra con que los técnicos están internados en un manicomio (antes se topa con un grupo de tipos sórdidos y desagradables, de la clase que uno no quiere ver en el cine y que parecen ilustrar alguna idea oscura). En ese contexto aparece también un italiano del siglo XVIII al que las mujeres no pueden resistirse. Podría ser Giacomo Casanova, a quien Jakob llega rastreando los libros que le permiten descubrir que sus actrices y sus conjuros tienen antecedentes en las memorias del gran seductor veneciano.

Ese cuarto episodio es una gran puesta en abismo de la narración y el resultado es divertido. La batalla metafísica entre el director y sus actrices podría terminar en un curioso pasaje bucólico en el que la cámara las muestra individualmente en medio del campo, en una actitud desafiante y hasta sexualmente provocadora. Pero la película tiene dos episodios cortos que terminan completando su duración. En el quinto, las actrices no participan y es una recreación de Une partie de campagne, el mediometraje de Jean Renoir. El sexto es la ilustración de un texto apócrifo de una supuesta maestra inglesa de 1900, que tiene ecos de Hudson y Mansilla y habla sobre cuatro cautivas que escapan a los indios y atraviesan un río. A Carricajo, Correa, Gamboa y Paredes se las ve a la distancia, bañándose desnudas, pero borrosas mediante un dispositivo que altera las imágenes. Es un pasaje agradable del film y un homenaje generoso de Llinás a sus actrices luego de no haberlas dejado actuar (en algún caso, ni siquiera hablar). Luego viene la insoportable secuencia de títulos, en las que a una música machacona se agrega una canción que pretende ser graciosa sobre imágenes apacibles que podrían haber subsistido sin ese bochinche.

Entre los logrados episodios cuarto y sexto, aparece lamentablemente el quinto. Esa remake de Renoir (imposible evitar la comparación y su evidente resultado) es aparentemente inexplicable. Como dije más arriba, la clave de los designios de Llinás es misteriosa, pero creo entender qué intentó aquí y que logró. Como Llinás es un genio, siente que está llamado a reinventar su disciplina, es decir, a mostrar que es el primer artífice de un cine nuevo. Y por eso toma a Renoir, a quien reconoce como un maestro del cine viejo, como parámetro para ilustrar el nuevo punto de partida. El argumento de Une partie de campagne es el siguiente: una familia va a pasar el día en las afueras de la ciudad junto a un río. El padre es un comerciante más bien tosco; su mujer y su hija adolescente sueñan con vidas más románticas, especialmente la chica, destinada a casarse con un pelmazo afeminado que las acompaña. Dos jóvenes del lugar, tan solos como ellas, mandan a pescar a los hombres y se quedan con las mujeres. Entre la hija y su acompañante surge un amor que se interrumpe cuando el día de campo llega a su fin. Esa es la versión de Renoir. Llinás sustituye al marido y al futuro yerno por un padre divorciado con su hijo pequeño. Los galanes están ahí, disfrazados como los actores de Renoir. Las mujeres siguen siendo madre e hija, pero están solas y buscan (especialmente la madre) un encuentro sexual. Lo logran, pero al final se separan de sus amentes sin consecuencia alguna. La versión de Llinás es muda salvo por un pasaje en el que se oye la banda sonora del film original. En el medio, hay una vistosa exhibición aérea.

Renoir filma la historia en clave de comedia, con momentos de parodia (especialmente en torno al yerno y el marido). Llinás hace una parodia de la parodia: los actores exageran los gestos, la dramaturgia tiende hacia lo burdo. Llinás parece estar diciendo que en los tiempos modernos, las claves emotivas y estéticas de Renoir son imposibles de sostener, acaso ridículas. Que ahora, lo que una película puede contar es otra cosa.

En Une partie de campagne de Renoir hay una historia de amor entre un proletario del campo y una chica de clase media de la ciudad. Las circunstancias interrumpen una relación que obedece a los deseos de ambos de tener otra vida y con quien compartirla. El deseo está en el aire en sus formas más delicadas. La versión de Llinás es argumentalmente fiel, pero a la manera de un Pierre Menard cinematográfico. Las formas del deseo son ahora más bien groseras y el amor desaparece de la escena. De hecho, no hay un minuto de amor en las diez horas que vi en el Bafici. En el episodio de los espías, hay una supuesta historia romántica entre dos agentes que comparten varias misiones haciéndose pasar por un matrimonio. Duermen juntos, el relato en off nos dice que ella se enamora de él, pero el sexo no se concreta, tal vez porque el hombre es gay o impotente. La flor es una película más bien pacata en lo sexual pero, ante todo, parece tener fobia a mezclar amor y sexo: hay orgías o relaciones platónicas, pero nunca continuidad entre los dos planos, como si la afinidad natural entre ellos hubiera quedado sepultada junto con el cine de Renoir y ahora se tratara de otra cosa, de una forma peculiar de represión artística (entre paréntesis: casi no hay historias de amor en el nuevo cine argentino y me parece que ninguna fue filmada por El Pampero).

Si no hay amor en La flor, tampoco hay naturaleza. Esta es otra constante de la película. Aunque Llinás filma casi todo al aire libre, su relación con la naturaleza es hostil o utilitaria (como se supone la de los gauchos) y queda excluida como objeto de contemplación. Curiosamente, cuando el guión lo lleva a mostrar un bosque de altos árboles, el texto (que luego se repite) la emprende contra ellos como enemigos que se abusan de haber llegado antes al planeta que los humanos. La idea se podría interpretar como una imprecación contra Renoir por haber llegado antes al cine. El equipo de Jakob-Llinás filma árboless como una cuestión taxonómica, nunca estética, mientras que en una discusión con el camarógrafo, el director y él concluyen que ningún plano de un lapacho les queda bien. Si Une partie de campagne tiene algo que no envejece, son los planos del río de Renoir. Son momentos de una belleza y un lirismo imprescindibles en la historia del cine. A la hora de buscar lo bello, Llinás no filma el río sino los aviones, como si prefiriera la tecnología a la naturaleza. El futurista del cine tiene rasgos del futurismo del pasado.

Une partie de campagne es de 1936, un año anterior a La gran ilusión, un gran esfuerzo de Renoir contra la guerra. La naturaleza y la reconciliación de los enemigos son afines a su poética alegre. La de Llinás, en cambio, es sombría, está estructurada en base a disputas y entre ellas hay una dominante: la de su patria chica bonaerense contra el resto del mundo. Su particular refundación del cine parte de una idea nacionalista. Ese territorio que un europeo no reconoce, como le ocurre al científico secuestrado en el tercer episodio, ese mundo con su propio cielo, tiene propiedades que lo hacen especial, distinto, superior a los otros lugares medianamente civilizados del orbe. Es un lugar ninguneado, pero que puede contener a los demás. Especialmente a Europa, porque con los Estados Unidos Llinás tiene una relación de rechazo que se manifiesta en dos o tres parlamentos desaforados a lo largo de la película. Hay en su proyecto cinematográfico algo de “Pampa Über Alles” (que la productora de Llinás se llame “Pampero” no es una broma), algo que excede una aspiración a ser reconocido y diferenciado (como en la escena en la que el científico secuestrado escucha la radio y se admira del folclore argentino pero manda apagarla cuando aparece una cumbia) y alcanza la pretensión de manipular al resto, como la voz en off que se erige sobre los idiomas que hablan los protagonistas. Llinás no filma para complacer a los extranjeros sino para hacerlos aceptar la superioridad de la Provincia de Buenos Aires, de esa cultura entre civilización y barbarie que fascinó su infancia. Dos veces a lo largo de la película, usa el procedimiento de poner a un extraño frente a una situación que no reconoce. Una es la del secuestrado, perplejo frente a las costumbres y características topográficas de la pampa húmeda, un lugar que logra ubicar en el mapamundi (finalmente, en la escena más lírica de La flor, deduce que está en el Sur y no en Europa por el cielo y sus estrellas). En la otra, Gatto encuentra el diario del director de la película, que contiene sus anotaciones y esquemas para el rodaje. No entiende de qué se trata, pero intuye que es una especie de guión. Sin embargo, descarta la idea porque “así no se hacen las películas”. Un extraño no entiende cómo es este país, el otro no entiende cómo es el cine que se practica en este territorio semisalvaje. La flor es un manifiesto cuya longitud alevosa intenta llamar la atención sobre su carácter fundacional. Quien se acerque a él, podrá tratar de entender cómo es que conviven en ese espacio la nostalgia por el comunismo con la devoción por el Gauchito Gil. Muchas veces, el genio tiene pulsiones ideológicas contradictorias. Y a ellas también se debe.

Hay un problema con La flor. Es sin duda un hito en la historia del cine argentino, aunque sea por su duración. Pero no es solo eso. El genio de Llinás puede producir películas diferentes al resto, trabajarlas con los elementos que tenga a mano, enfrentar la restricción de recursos y tratar de hacerlas lo más complejas, variadas y atractivas posibles. Sus mejores momentos son brillantes y deslumbran por su ingenio y su libertad creativa. Su intento de conquistar el mundo puede asombrar a espectadores y críticos extranjeros que nunca vieron la conjunción entre un país y un cineasta semejantes. Pero catorce horas sin ternura, catorce horas que pueden tener humor e inteligencia pero que están siempre transmitiendo una tensión forzada y rehúyen de la amabilidad y la serenidad son demasiadas horas. Sin que el espectador advierta lo que le ocurre, el cine de Llinás se niega a construir con él un vínculo amistoso que no sea el de la admiración unilateral. La flor puede deslumbrar por sus conceptos, pero es difícil fundar un cine sin imágenes y sonidos que nos acaricien y nos acompañen como el río de Renoir. Durante las catorce horas de La flor viví momentos mejores que otros, pero varias veces me asaltó la duda de por qué estaba viendo una película semejante.

 

 

© Quintin, 2018 | @quintinLLP

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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