A Sala Llena

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Locura ordinaria

Locura ordinaria

Hoy me tomé una polaroid frente al espejo. El proceso tuvo un extraño y verdaderamente espeluznante resultado. El rebote del flash generó un vacío oscuro, solo atenuado por el mural que hizo el Chuchi en las paredes del pasillo y el rebote de la luz. Lo primero y más llamativo de todo era el agujero negro en el centro del flash reflejado como un balazo. De verdad era shockeante cómo la fotografía parecía un disparo auto infringido a la altura del bajo vientre, un poco hacia la derecha. O tal vez, cuando miraba bien, parecía quizás que había sido en la pierna, o que el balazo había pasado entre ambas. Muy raro. 

Mientras la imagen iba emergiendo, me enfoqué en detalles: las hojas del mural del Chuchi aparecen a la derecha, izquierda y al centro en la parte inferior de la composición. El marco de madera barnizada de mi título ominoso y absurdo de “Realizadora Cinematográfica” (what a joke!), arriba y a la izquierda. Un pedazo de mi camiseta con las letras ele y efe de la palabra ALFA que me cruza el pecho, el sócalo despintado, la bisagra de una puerta de placard… Y un destello de luz, como un copo de niebla a la altura de mis botas.

Tal vez la correcta formulación de la frase de apertura de esta columna fuera: “Me disparé una polaroid frente al espejo”. Más precisamente una Fuji. Y estaba llorando. Llorando a moco tendido por mi propia juventud acabada.

La muerte de Aznavour vino a sopapearme la cara.

¡Ya se acabó! ¡Se acabó! La hora de jugar, la vida irreal, la forma del mundo que conozco.

“¡Cantar, arder, huir!” decía el poeta. Lo que no decía era qué venía después.

Uno de mis primeros cortometrajes se llamaba “El Amor Negro” y era un ejercicio que hice en la escuela de cine. Me caía de orgullo por ese trabajo. Lo monté unas veinte veces hasta que, más o menos, funcionó. Me había metido en camisa de once varas con un steady, con una habitación negra y con una trama delirante.  Se trataba de un pintor que moría después de ver a la mujer que había abandonado, mientras un payaso cornetista contaba la historia. Lo protagonizaban Luis Luque, Marcelo Mazarelo y Eleonora Wexler, y la música que sonaba todo el tiempo era La Boheme de Aznavour.  Era la época en que soñaba con gitanos de feria, con películas en francés y con amores clandestinos. Era joven y no sabía lo hermosa que era y entendía la vida como algo que era bueno. Y creía que cambiaría al mundo con mis películas.

“Bohemia de París, alegre loca y gris…”

A veces me miró al espejo y pienso: solo hace falta que hagas una, una sola buena. No es tanto, linda. No te rindas.  Otras gatillo una instantánea.

Hoy parece ser unos de esos días en que no tener hijos de carne y hueso pesa. En que los pactos hechos conmigo misma resuenan idiotas. Y en que la celulitis del culo parece obra de Euripides.

¿Quién carajo se supone que sea ahora que Aznavour está muerto?

© Laura Dariomerlo, 2018 | @lauradariomerlo

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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