A Sala Llena

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¿Mujercitas?

¿Mujercitas?

Me preparé a conciencia para el arribo de la nueva versión de Mujercitas. El goce que me provocó saber que estaba en producción fue muy grande y me llenó de felicidad. Sobre todo porque me encantaba que fuera de la mano de Greta Gerwig, alguien en quien confío y me cae fundamentalmente bien.

Decidí entonces que revisitaría algunos libros de Alcott y, por supuesto, volvería a leer la novela en cuestión.  La mitad del año pasado y parte de este, me la pasé acompañada de los personajes. Me metí con “Una chica a la antigua” (que para mí es, contrariamente a lo que se asegura, la más cercana al corazón de la autora) y leí dos ediciones diferentes de “Mujercitas”.

Recordemos que, originalmente, Alcott publicó “Mujercitas” y esta terminaba con el compromiso de Meg. Beth vivía, y Jo y Laurie eran amigos todavía. Amy, ademas, seguía siendo una chiquilla. Compelida por el éxito de la novela, luego publicó la segunda parte “Aquellas Mujercitas”, que es en la que sucede todo lo que pasa después de la guerra. Bodas, viajes, muertes etc. Más tarde, todo se convertiría en una sola novela. Esto me parece relevante, porque en la narrativa de la película de Greta, ambos apéndices están claramente delimitados desde la puesta de cámara, el tono escénico y el color. Así, lo que sucede durante la guerra, pero en la más tierna juventud, es dorado, cálido, invitante y tibio, con una pulsión performática vigorosa, muy movediza y casi gritada.  Mientras que lo que pasa después, tiene una paleta más adusta, fría y distante, que contiene a personajes que se mueven menos, hablan más bajo y parecen haber sido confinados por los cuerpos. Con dramáticos primeros planos, demacrados y puros, se acentúa la noción del paso del tiempo y una intención introspectiva.

Las dos facturas van trenzándose con cierto vértigo, apoyándose en una plantilla que va y vuelve en el tiempo, conformando una especie de mosaico escénico, que deriva en un mural vívido, moderno, actualizado, pero algo caótico y descuidado emocionalmente.

Como lectora y fanática de la novela, y también de las adaptaciones cinematográficas, me dejó de una pieza lo poco que esta versión me conmovió. Por supuesto, una no puede olvidarse de que está más grande, pero, aún cuando la destreza del relato es innegable y la inteligencia detrás de la diégesis también, lo cerebral y premeditado de esta versión medio que la vuelve, paradójicamente, más anticuada.

Me encantó, claro, que por fin se le hiciera justicia a Amy, un personaje que en la novela es tanto o más impresionante que Jo. Fuerte, talentosa y decidida, siempre es una contendiente y, a veces, alguien muy superior en inteligencia y calidad humana. En otras versiones quedaba reducida al estereotipo de la coqueta, pero aquí se la adapta más fielmente. Aún cuando el erotismo entre ella y Laurie, un enamoramiento sensual y potente, apenas queda sugerido.

La adaptación de Meg es algo ingrata. La escena en la que reniega de ser pobre con su esposo se quedó verdaderamente corta, y allí había una tremenda oportunidad para contar la complejidad de estos personajes, a menudo reducidos o frontalizados.  En esa porción de la novela, Meg destroza a su marido causándole un dolor insoportable. Después lo recupera, sí, pero su mezquindad la entierra en una distancia peligrosa con él, que la obliga a madurar. Asumiendo que su esposo no debe criarla ni mimarla, si no que es ella quien debe ponérsele a la par, siendo su compañera y no un ama de casa frívola, abocada a los caprichos de sus hijos. Es en esta aproximación en la que había oportunidad de llevar a la pantalla una de las visiones más rupturistas de la novela: la participación del marido, activamente, en la crianza de los hijos. Ya que Brooke y Meg, descubren juntos su valor equitativo y la importancia de involucrarse a partes iguales en un proceso epocalmente achacado a las mujeres.

En la gran manta americana, las escenas parecen picar y picar en los lugares correctos, pero nunca ir hasta el fondo verdadero de la emoción. Inclusive el icónico corte de cabello, redunda en una secuencia sobrevolada y sin cariño. ¿Dónde estuvo la soberbia melena de Jo hasta allí? Jamás vimos ese bien preciado, tan adorado, vanagloriado  por ella, en toda su expresión. Solo algunos rulos largos y enmarañados.

Nos enamora una fotografía soberbia, escenarios lujuriosos, banquetes apetitosos, un diseño de producción que deja sin aliento y un vestuario perfecto, hasta arrugado en las partes correctas. Pero detrás de toda esa destreza: ¿dónde está el permiso para la emoción, para ser lacrimógeno, cursi, romántico, lúgubre, trágico?

La presentación en espiral de la muerte de Beth, es tal vez lo más hermoso de la película, pero no deja tiempo ni para llegar a la angustia. La madre llora, la hija muere, la enterramos, vemos el pasado y el presente una y otra vez.

¿Dónde está el tiempo para entender la tragedia? Tal vez solo en la escena de la playa, gris y profética, felizmente incluida, haya un respiro, una preparación para el sufrimiento. Que debió existir, habilitarse largamente dentro de la trama, pero que fue consumido por fuegos de artificio narrativos.

Jo tiene sus grandes monólogos y la cucarda se la lleva el del final, en el que reconoce que quiere ser amada. Pero su largo proceso de crecimiento, el engrosamiento de su propia sustancia, su curso de enamoramiento intelectual, moral, hondo y maduro con el profesor, jamás es visitado. Jo crece indeciblemente durante su estancia en New York. Y la amistad con Baher es, primero que nada, una provocación artística y una incitación a la excelencia. Los que afirman que no había pasión en ese vínculo, no leyeron la novela. Jo se enamora de los ovarios a los huesos. Tal como se lo profetiza Laurie (no con esas palabras, claro está) cuando es rechazado. Es por eso que el chiste final, en el que acepta casar a su personaje por dinero, aunque bien resuelto,  me resultó imperdonable. Y salvo por ese abrazo a su propio libro, que fue la única parte en la que lloré, hubiera prendido fuego la secuencia.

Jo no es Louisa, no lo es. Y arrojarla a ese nivel de cinismo para encajar la película en una coyuntura que demanda afirmaciones relevantes, es un sacrificio que se percibe deliberado, poco natural y oportunista.  En la novela, el amor (no solo el romántico) si no también a la humanidad, se constituye en el hilo fundamental que mantiene unidas las cosas. El amor a uno mismo, a la virtud, a la familia, a los amigos y al servicio de los otros. Gerwig le huye a la Fé temiéndole al puritanismo, y al amor temiéndole al feminismo. Arribando así a una sucesión de postales dramáticas, huérfanas de su sostén original.

Me queda una extraña sensación. Una tristeza. Quizás fue un error releer la novela con semejante enjundia.

Por supuesto volveré a ver la película; me duele que me afectara tan tibiamente. En todo caso, tenía algo de clonazepam encima, así que podemos achacárselo a eso si quisiéramos. Para mi suerte, me arropó el corazón la escena final en la escuela, diversa y fecunda, y esa hermosa torta de cumpleaños. Tal vez, otro día, menos drogada y más optimista, me emocione un poco más.

© Laura Dariomerlo, 2020 | @lauradariomerlo

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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