A Sala Llena

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Reloj de Arena

Reloj de Arena

Montando el BAFICI uno es feliz. Yo, por lo menos, soy feliz. Ir sola, subirme en un taxi, cruzar dos o tres palabras con el tachero, bajarme en los cines de la Recoleta, caminar la alfombra blanda del Village, sacar la entrada “piletazo”, cruzarme a Cúspide para hacer un poco de tiempo, comprar café en Starbucks, sentarme a leer el libro que llevo conmigo por estos día. Sentir que he descubierto algo de mí que me brinda cierto grado de abrigo, cierto grado de amparo dentro de mi propia alma. Montar el BAFICI.

Este año vengo pegando todas, pero el fin de semana (hasta el lunes) lo pasé en mi pueblo, así que vi pocas películas. El sábado rumbeamos con el Chuchi pa´l pago y nos quedamos allá, haciendo fiaca y morfando como locos. Aun así, las pelis que vi, me encantaron y el martes, apenas pude volver, me subí a un taxi y arranqué de nuevo con mi modesto, pero elegante y encantador periplo.

Lo más llamativo de mi vuelta de BAFICI, es como todo lo que venía haciendo en la semana se fue concatenando mágicamente. Las películas elegidas al azar, el libro que agarré para que me acompañara estos días, la ida al pueblo, la ruta, los pensamientos. De las películas que vi hasta ahora, destaco dos: Seymour, an Introduction, de Ethan Hawke, y Cine de Pueblo, Una Historia Itinerante, de Sebastián Hermida. Las dos me emocionaron profundamente y salí verdaderamente conmovida, modificada del cine. La primera, el retrato de un virtuoso del piano llamado Seymour Bernstein, que decidió dejar de dar conciertos y dedicarse a la enseñanza. Un pensador, un anacoreta, un filósofo, un religioso de su propia fe. Un hombre que, como en el universo de Ilúvatar, cree que el todo ha sido creado musicalmente. Y no anda mal rumbeado, al menos eso creo, si me empeño en escuchar mi verdadero latido. El documental nos deja frente a varias ideas, varias puertas abiertas hacia la emoción y la percepción. Hacia encontrar lo musical dentro de nosotros, y que eso nos tienda un puente al universo, a la eternidad; un paso, un rastro que nos ayude a dar con lo que queremos conocer de nosotros. El viejito este, simpático, femenino, casi duende, que vive en un monoambiente desde hace cincuenta años, aun teniendo medios más que suficientes para alojarse con mayor comodidad, nos hace de Virgilio en una jornada introspectiva y vibratoria. Nos ayuda a descubrir la verdad. La música como meta suprema, la interpretación como canal chamánico. Una película verdaderamente maravillosa. Cuando salí del cine, la Serenata de Schubert me latía en el cuerpo y me sonaba en la cabeza. Tomé un taxi y le pedí al conductor que fuéramos por Figueroa Alcorta. Abrí la ventanilla, dejé que el viento tibio de la ciudad me diera en la cara. Y la belleza del mundo me dio de lleno en el espíritu, casi insoportablemente. El estómago se me doblaba de júbilo y a esas alturas pensaba que, tal vez, la mejor forma de amigarse con la muerte, era percibir la belleza e irse sabiéndose testigo de ella.

El cine, mi catalizador, mi maestro, mi amigo, mi montura.

Un dragón para montar el miedo e incendiar al mundo.

Y hablando de monturas, en este BAFICI y en la ruta que me llevaba a mi pueblo, fui degustando el libro de Roy Rodríguez, Descalzos en la Luna. Un libro de a caballo. Un poema, música literaria, destello total de genialidad en una ficción que testifica lo inconmensurable de la pampa argentina. Y entre película y película, y entre kilómetro y kilómetro lo fui deshojando, no pudiendo creer cómo todo se iba tejiendo en mi cabeza como una misma cosa: un cegador destello de belleza innegable. Encontrarse con un genio, con un amigo que es un genio. Un tipo con el que se ha compartido asados, se ha chupado vino, se han faenado cachadas. Y ahí está el hombre y resulta que es un genio. Y te maravilla y te llena de alegría y de bronca, porque todos los escritores que no somos genios, tenemos bronca de no ser genios. Y cuando encontramos uno, medio que lo queremos entre canonizar y asesinar. Y Roy es un genio. Y me daban ganas de tirarme del auto en el medio de la ruta, mientras la pampa que él construye en su libro, se reproducía hasta el infinito por mi ventanilla. Iba leyendo partes en voz alta, llorando como un perro, y el Chuchi las recibía y se le llenaban los ojos de lágrimas. Y nos pasábamos el mate y no lo podíamos creer. Entre párrafo y párrafo, yo rememoraba a Roy; su sonrisa blanca y franca. Y sus ojos, que siempre me dio la impresión de que escondían un secreto picante, finalmente se me habían develado: “soy un genio, gila” me decían. Y recordé la primera vez que hablé con él. Yo estaba en mi departamento de la calle Matienzo, durmiendo sola, porque con el Chuchi estábamos casados pero todavía viviendo en ciudades distintas. Se me hacía cuesta arriba la noche, me angustiaba la añoranza, así que bajé al departamento de un amigo que estaba de tertulia a las tres de la mañana, con un grupo de vagos. Llegué y, en el centro de la reunión, Roy estaba hablando pavadas. Recuerdo que, me senté, tiré la primera carcajada y él dijo que se iba. “¿Cómo, yo recién llego y vos ya te vas?”, le dije. Y debe haber sido que le di lástima o risa, porque se quedó como dos horas más y la noche se nos fue entre mates y amparo. No me olvidé de eso, nunca. Y ahora, viajando, estaba frente a su libro, que se me abría para siempre como una flor. Otra puerta a la belleza, otra música, otro momento justificador de la vida. Descalzos en la Luna…

 Montar la belleza, para ser valiente.

Entretejida también en esta trama de música, monturas y llanos, encontré Cine de Pueblo… y me di una panzada de nostalgia con ella. Y quise ya ser vieja y mirar hacia atrás, con muchos años encima, con mucha tela cortada, con mucha vida devorada. Y me encontré con José Martínez Suarez y su música vital singular, de elegante portento, de sutil y refinado amor. Amor por el cine, verdadero y hondo. Caí a la función de re chiripa, porque llegué tarde a una coreana para la que tenía entrada. Ahí nomás voy a la boletería y saco para esta; y no va que me doy vuelta y lo veo entrar al maestro: José Martínez Suarez en la carne. No soy cholula, pero actué como si me supiera ese papel al dedillo. Pedí permiso y me saqué una foto con la cara como una juguetería. Él, garboso y caballeroso, insistió en que nos sacáramos cuantas hicieran falta, hasta que hubiera una que me llenara el ojo. Un dandy, como siempre lo intuí. Por supuesto, se veía fantástico en todas. Yo elegí la que me mostraba con menos cara de ñoqui da papa. Los dos ahí, en pudoroso abrazo, con mi cara de haber sacado la sortija en la calesita. Otra tarde inolvidable, otra gran película, otra felicidad rebosante de pequeñez y perfección. La cinta, que documenta el viaje de Joselo a su pueblo natal (y me pongo de pie) a reabrir un cine, es entrañable, dulce, franca y hermosa. Un documental con espíritu y con carácter, que profesa genuina admiración por su objeto de homenaje, quien se entrega redondamente, en su verdad. ¡Linda, linda peli!

Más belleza, más valor, más viento que montar en las noches de terror.

A los que no se dieron una vuelta todavía, les digo que pasen por el BAFICI. A los que sí, nos veremos por allí si Dios quiere. Y si andan con ganas de descubrir más belleza, caminen Descalzos en la Luna, y encuéntrense con la virtud.

Por lo demás, levanto mi copa de grapa mientras me doy un saque con La Polonesa de Chopin y les digo: ¡que nos quede más arriba que abajo en el reloj de arena!

 

Laura Dariomerlo

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