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Andrés Brandariz | Showgirls

Andrés Brandariz | Showgirls

There’s always someone younger and hungrier coming down the stairs after you.

En 1995, Paul Verhoeven subió al escenario de los Razzie Awards para recibir el premio al Peor Director. Showgirls, en ese entonces su última película, había sido un fracaso de crítica y público, denostada como el monumento definitivo al mal gusto: “Vil, despreciable, chillona y misógina” la describe Rotten Tomatoes. Con la perspectiva que da el tiempo se puede afirmar que el Razzie habrá resultado, para el director holandés, la coronación de una filmografía que -desde su desembarco en Hollywood a mediados de los 80′- se dedicó a exponer la violencia y la crueldad de las instituciones de poder de los Estados Unidos. Si tomamos la fuerte impronta de cinismo e ironía que impregna todas las películas de Verhoeven en Hollywood, esta película no es una excepción: es la reina.

Reinar en un mundo de piletas con luces de neón, máquinas tragamonedas, rock grasiento y uñas esculpidas es lo que Nomi Malone (Elizabeth Berkley) sueña ardientemente. Ella viene de muchos lugares, y tiene un pasado que oculta. Haciendo dedo, un conductor la levanta en la ruta y la lleva a Las Vegas, escenario excluyente de la película. Ahí se hace amiga de Molly (Gina Ravera), peinadora en Goddess, el espectáculo musical que protagoniza la máxima estrella del Casino Stardust: Cristal Connors (Gina Gershon). Nomi es invitada por su amiga a presenciar el backstage del show, en el cual inmediatamente se suscita una enemistad entre la estrella y la joven que desea su lugar: Cristal es orgullosa, seductora y manipuladora; Nomi es ambiciosa, pero también rebelde e impertinente. Cristal se obsesiona con ella y lleva a su novio Zack, el “director de entretenimiento” del Casino (Kyle MacLachlan) al Cheetah, el bar de strippers en el cual Nomi se gana la vida, para que le haga un baile privado. Con el beneplácito de Cristal, Nomi ingresa en el mundo de los grandes espectáculos de Las Vegas, donde procurará mantener sus convicciones: “No soy una puta”, repetirá varias veces. La pretendida superioridad moral y estatus que la pertenencia a un gran espectáculo parecerían ofrecer se revelarán como ilusorias, engañosas y profundamente nocivas para Nomi, empujándola hacia una degradación de la cual sólo es posible liberarse huyendo.

Showgirls es muchas cosas. Fue vendida como una película erótica para capitalizar el éxito de Bajos instintos, el exitazo anterior de la dupla del guionista Jon Eszterhas (también autor de Sliver) y Verhoeven. También es un musical, filmado con una suntuosidad que canaliza los grandes exponentes del género de los 30′ y 40′ marca de la casa productora, MGM. Toma, además, la esencia de un melodrama: la estructura de All About Eve, la obra maestra de Joseph L. Mankiewicz, fue la base para construir el conflicto entre Nomi -una joven dispuesta a tragarse el mundo- y Cristal -una estrella que empieza a sentir el peso de los años-. Si atendemos a sus autores, su guionista la definió como un relato moral, y es evidente. Veintidós años antes de las denuncias de abuso sexual contra Harvey Weinstein, Showgirls mostraba un mundo en el que un reducido grupo de hombres poderosos manejan una industria de entretenimiento en el cual las mujeres son incitadas a ofrecer favores sexuales a cambio de un ascenso laboral y las violaciones se multiplican con total impunidad. Por último, Showgirls es una sátira cáustica del relato del éxito. El tópico de la chica pobre pero con talento, que viaja a la gran ciudad para alejarse de un pasado poco alentador y encuentra fama, dinero y amor haciendo lo que siempre soñó, está puesto de cabeza. Lo que Nomi se encuentra es que su talento para el baile es una mínima parte de lo que implica cumplir un sueño en el show business. Su pasado vinculado a la prostitución y a las drogas no es más noble ni menos vergonzoso que lo que necesita hacer para protagonizar el espectáculo al que aspira. El precio del éxito es vender su dignidad y su alma, aceptar vender su cuerpo como objeto sexual para desarrollarse como artista y entrar en una competencia destructiva y desleal con Cristal.

Showgirls no es una película perfecta. La desmesura, la apuesta decidida por lo grasa en combinatoria con la suntuosidad y virtuosismo de las secuencias de baile y los movimientos de cámara, es una decisión clara e indiscutible por parte de Verhoeven. En esa contraposición entre la elegancia propia de un musical clásico de Hollywood y la ostentación de colores de neón, el director encuentra uno de los elementos más atractivos de la película. Es en el casting donde se encuentran las más perjudiciales asimetrías. El registro de Elizabeth Berkley, sobre todo en contraposición con la Molly de Gina Revera (realista, cálida, cercana), es de una exageración que sin dudas responde al carácter desaforado buscado por Verhoeven, pero no permite que las interacciones entre las amigas se sientan como, bueno, una interacción entre dos personas que son amigas. Lo de Berkley es demasiado todo el tiempo; la reacción usual que despiertan sus primeras escenas es una mezcla de risas de incredulidad y cejas arqueadas. Ni hablar cuando comparte escenas con el personaje de James Smith (Gleen Plummer), que son lo más parecido a Un buen día que haya visto en una película norteamericana. Sin embargo, algo en la actuación de Berkley funciona. En la segunda mitad de la película (la más densa en términos dramáticos, con la terrible y shockeante escena de la violación) la trama la convierte en heroína y en la única capaz de escapar de un círculo vicioso de abuso, competencia y ambición desmedida. La escena final entre Berkley y Gina Gershon (una de las elecciones de este casting que sí son brillantes), se cierra con un beso que es todo sublimación y comprensión, una de las cosas que a cualquiera debería hacerle reconsiderar eso de llamar a esta una mala película. Al final, Showgirls es una historia de seducción y reconciliación entre dos mujeres, a las cuales una industria dominada por el poder masculino les ha enseñado a odiarse.

No sorprende que lo último que veamos en la película sea una autopista con un cartel indicador hacia Los Angeles: llevar a Nomi a la Meca del Cine era exactamente lo que estaba en los planes de Eszterhas y Verhoeven para una hipotética secuela. Nomi, sola y anónima, continúa su éxodo por las industrias del entretenimiento. Pero ahora sabe que lo puede todo: Yo vengo de un lugar / del que mejor no hablar / no es necesario / ya no voy a llorar […] (Fabiana Cantilo, “Una Chica Torpe en la Gran Ciudad”).

© Andrés Brandariz, 2019 | @anbrandanbrand

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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