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Juan Francisco Gacitúa | Somos?

Juan Francisco Gacitúa | Somos?

Era 1943, y Carlos Hugo Christensen se disponía a guiar por el buen camino a la juventud argentina. O al menos eso disimuló que hacía, anticipando sabiamente que su adaptación de Safo de Alphonse Daudet sería presa fácil de la censura de la época. Con una leyenda al principio de la película (“Versión cinematográfica de la obra maestra que Alfonso Daudet dedicó a sus hijos, y escribió para enseñanza moral de la juventud de todos los tiempos”), y otra al final (“Para mis hijos, cuando tengan veinte años. Firmado: Alfonso Daudet”), el director logró desviar parcialmente la atención de lo que sucedía -o estaba implicado- en todo el metraje del medio: el joven Roberto Escalada encarnaba a un personaje masculino hecho pedazos por una Mecha Ortiz avasallante y proactiva en su deseo, los diálogos desechaban el uso del “tú” que imperaba en los estrenos argentinos del período, la puesta en escena incluía metáforas poderosas que guiaban al argumento, y jamás un romance prohibido había sido retratado de manera tan tentadora en el cine nacional. Según Domingo Di Núbila, Safo inauguró el cine erótico en el país; según Fernando Martín Peña, los melodramas clásicos de Christensen ventilaban los fantasmas de cualquier homosexual de aquellos tiempos. Por lo pronto la policía secuestró la primera versión del afiche, en la que Escalada besaba en el pecho a Ortiz.

De todos modos, los choques de Christensen con la moral corriente no hacían más que empezar. Sus dos estrenos de 1946 sufrieron recortes: Adán y la serpiente fue la primera película argentina no apta para menores de 18 años, además de ser prohibida en Chile, y El ángel desnudo incluye un plano de espaldas de Olga Zubarry que durante mucho tiempo se creyó el primer desnudo del cine nacional (la actriz aclaró que llevaba puesta una “malla color carne”, dejando la verdadera marca a la Coca Sarli en El trueno entre las hojas, de 1958). Dos años después, Una atrevida aventurita era un título modificado del originalmente planeado, “Una aventura inmoral”, que la censura consideró “inadecuado”. Y en 1981 se topó con la restricción más severa: fue al intentar estrenar en Argentina La intrusa (producción brasileña y adaptación del cuento de Borges), que la dictadura declaró “de exhibición prohibida en todo el territorio del país”. Recién pudo ser proyectada en 1984.

En el medio, Christensen sufriría el destrato de los estudios Lumitón (que entregaron su contrato como inventario de la empresa cuando fue puesta a la venta) y la persecución política del Subsecretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold, zar del cine durante el peronismo, por la que debió escapar del país para poder seguir trabajando. Por la primera circunstancia aceptó realizar algunos trabajos pioneros en la industria cinematográfica venezolana, y por la segunda eligió instalarse en Brasil, donde desarrolló una larga filmografía. Ambas experiencias terminaron de definir ese perfil de virrey wildeano que el director encarnó: a Venezuela llevó la sensualidad y los climas oscuros de sus melodramas e incursiones en el suspenso, y en Brasil Anjos e Demônios, de 1970, estuvo entre los comienzos de la ola de cine erótico en aquel país. Fue un éxito de taquilla, para el que la dictadura brasileña solicitó cortes muy puntuales en dos escenas. Cuando Christensen quiso estrenar la película en Argentina, le exigieron 25 minutos de cortes.

Este racconto no pretende colgarle medallas de rebelde al director, sino marcar una pauta viable de cómo seguir su obra en relación con su contexto y con la actualidad: en el desnudo y el crimen estaría el morbo, pero la libertad de arrojarse sin culpas al placer fue siempre lo chocante de observar. Con los lógicos altibajos de la prolificidad, y la variedad de inspiración entre ideas propias y producciones por encargo, Christensen fue una figura que incansablemente se dedicó a modelar cada película en función de subir la apuesta, sea en perjuicio de las convenciones de un género (en más de una acepción de la palabra), de respetar un cuento de Borges o de su propio bienestar trabajando en Argentina. En sus melodramas los personajes pierden bastante más que el sueño o la simpatía familiar por un romance tóxico: los abandona la rapidez de reflejos frente al dolor y la humillación, desde el punto en el que superponen con la dosis de pasión perseguida. En sus comedias hay un goce honesto y sin reparos en romper los códigos morales, o emplear el doble sentido más básico; y en su paso por el suspenso sacó provecho de cómo las atrocidades pueden volverse más crudas desde la mirada de la niñez, o exploró la efectividad de un villano cuando tiene voz y cámara para florearse y seducir al espectador. Lo que hoy pueda resultar atrasado, ridículo o caricaturesco gana en la elegancia (o la rusticidad) con que eligió mostrarlo, sin contar que varios autores contemporáneos se hicieron un banquete identificando las crecientes señas de identidad queer en sus argumentos y personajes. Si el destape de su etapa brasilera (1955-1980) pierde frente a la sugestión de su carrera en Argentina (1939-1954) al menos habrá que admitir que ninguna época o tierra más permisiva amilanó sus ambiciones.

Por eso Somos?, su película de regreso al país en 1982, es tan deliciosamente mala. Basada en el cuento Si no vino es porque no vino, de Eduardo Gudiño Kieffer, surgió -al menos según las declaraciones a la prensa- como un intento de delinear a una nueva generación a partir de la observación de un pequeño segmento, determinado por las calles de Recoleta que enfrentaban el cementerio con la fauna que la película entendía por juventud porteña: un compendio de chongxs en cueros de colores chillones y motos tuneadas (piensen en Pappo si hubiese sido un paninaro), de apareamiento constante en las mesas de La Biela, y preocupaciones que no cruzaban más allá de sostener ese look y los gastos de pasar el día haciendo huevo por avenida Quintana. La secuencia de títulos repite tres veces el nombre de la película, mezcla la banda sonora de Piazzolla con un tema de Rick Springfield y adelanta su tesis en un sobreimpreso: es un barrio pequeño pero que dicta modas, son solo tres manzanas (pero una sola bastó para hacer caer a Adán y Eva), la vida está en una vereda y la muerte en la otra, y desde esa oposición brotan la libertad individual y la rebelión contra los convencionalismos.

El estanciero Roberto (45) llega desde Azul con su novia Celia (19) y su hijo Marcelo (17) a pasar unos días en Buenos Aires. El viaje es de negocios pero la idea es que Celia se reencuentre con sus amigos de la Recoleta, y especialmente que Marcelo se abra a los placeres que la masculinidad de un estanciero impone. Para el padre es una obsesión que el niño se haga hombre, y no deja de ofrecerle consejos sobre el sexo opuesto, plata para salir a divertirse, revistas pornográficas o algún elogio sobre sus primeros pelos en el cuerpo: el rubio y prístino adolescente no soporta ni siquiera la mirada orgullosa de Roberto mientras se cambia la ropa (36 años después de El ángel desnudo, Christensen muestra sin inconvenientes y antes de la media hora a Celia y Marcelo en culo, en sus respectivos cuartos de hotel). Después del incómodo intento paternal por mantener una charla de hombres, la película acompaña brevemente a un contingente extranjero por los mausoleos de Facundo Quiroga (el tigre de los Llanos) y Luis Ángel Firpo (el toro de las Pampas), para cortar inmediatamente a Marcelo reconociendo el barrio con su campera colgada al hombro, y deteniéndose en la vidriera de una florería. En la vereda de enfrente, mientras tanto, descansaban los restos de la sutileza.

Llevado por Celia a conocer a sus amigos, la suerte de Marcelo sigue empeorando: el miembro más misterioso de la pandilla se hace llamar “Todo”, lo trata de mujer y comienza a asediarlo y humillarlo con un paseo vertiginoso en moto. “Todo” pasa las mañanas trabajando en el mercado de Abasto y el resto del día presumiendo otro estilo de vida en Recoleta; cuando encuentra a Marcelo en su primer paseo por el barrio lo lleva hasta su departamento en Villa Lugano, donde vive junto a su abuela. Los intentos agresivos del motoquero por ir a los bifes son un fiasco esperable, pero se toma la delicadeza de no librar al tierno muchacho a su suerte entre los monoblocks, y llevarlo de vuelta a tierras patricias. Allí es donde le escupe el desolador diagnóstico de una generación que se cocinaba bajo la presión en lenta retirada de la dictadura, anticipando el destape a la vuelta de la esquina: “¿Sabés lo que sos? ¿Sabés lo que somos? Una generación de probeta. No podemos opinar, tenemos que marcar el paso y obedecer. ‘¡Sí señor! ¡Sí señor! ¡Sí señor!’ Ellos piensan por nosotros. ¿Te das cuenta, boludo? Por eso inventamos disfraces, para ser libres a pesar de todas las presiones y de todos los tabúes”. Sin el tono acartonado de Jorge Sassi habría podido ser una catarsis memorable, pero nadie en el elenco principal tuvo la cintura para gambetear la pomposidad de un guion horrorosamente sobrecargado para provenir de alguien como Christensen, que si algo había dominado era el arte de explicar las cosas en la síntesis de lo visual: la combinación de la rigidez actoral y la ingenuidad en la concepción de los personajes jóvenes es un doloroso cóctel de autoparodia involuntaria, que hoy reventaría las cabezas de los millennials que descubrieron la apreciación irónica del cine nacional en títulos como Un buen día. Paradójicamente, la única que sabe llevar la carga con gracia es Olga Zubarry, que se limita a deambular por el barrio haciendo de una demente que se queja de cómo “le pica la música”, con la soltura y la desfachatez que faltó en el resto del casting. “Todo el placer entra por los agujeros”, dictamina sabiamente en uno de sus desvaríos.

El pobre Marcelo no deja de ser un joven de 17, y naturalmente queda bastante estimulado por las personas y situaciones con las que se va cruzando, con mayor o menor conciencia de la calentura o los sentimientos que le provocan: está Lucía (14), que lo consuela y escucha después del bullying de “Todo”; está la misma Celia, que oficia de nexo comprensivo entre padre e hijo pero deja al púber en llamas cuando en una conversación distendida empieza a reventarle granitos de la cara, nota que le sale una lágrima del dolor y decide lamérsela; está el espíritu avasallante de “Todo”, que termina desnudando sus emociones ante la pureza incorruptible de su presa; está la tendencia edípica de Marcelo por su padre, y la particular visión de unas vacaciones perfectas junto a él que le describe a Lucía, y que la película representa en imágenes: los dos juntos en la misma habitación, comentando los beneficios de la lluvia en el girasol, haciendo pis con la puerta abierta, viajando sin la amante que el padre va renovando a cada año. En último término está la misteriosa señora de blanco, presencia imponente en los pasillos del cementerio que cautiva a Marcelo sin necesidad de palabras, trucos de moto, lamidas de rostro o ínfulas machistas. No es difícil asumir que la mujer dejó este mundo, pero la película le guarda un desenlace insólito.

Inevitablemente, el pequeño Marcelo estalla. La noche arranca con una cena elegante junto a Roberto y Celia, pero algo en la complicidad y la condescendencia de los novios empieza a perturbar al pibe, que sin resistencia frente a algunos sorbos de vino espeta: “Me gustaría ser como vos, papá: alto, fuerte, hermoso. Como un tigre. Un caballo salvaje. Un tiburón. Celia, ¿por qué te acostás con papá?”. Expulsado inmediatamente de la mesa, deambula por el barrio con un sobre que Roberto le regaló en la cena, y que supuestamente contiene un manual de inglés: la pandilla de “Todo” lo abre y descubre una revista porno. Más humillación, burlas en inglés y monólogos insufribles de “Todo”, hasta que aparece un patrullero y los bullies simulan ser jóvenes decentes. Nuestro protagonista agarra su segundo aire y recibe un folleto que lo invita a una fiesta privada, a la que llega junto a la señora de la música: el desfile de freaks franeleándose lo deja atónito, empieza a tomar de cuanto trago le ponen en la mano y los ratones se asoman sin culpas: por allá está “Todo” bailando sensualmente, en otro rincón la señora de blanco comiéndoselo con los ojos, acá aparece una chica cualquiera a clavarle un beso. De vuelta en el hotel, las imágenes lo atacan furiosamente entre sueños y no tarda mucho en despertarse, sobresaltado y con un regalo del inconsciente en su ropa interior.

La mañana posterior comienza prometedora, con Celia visitando la habitación de Marcelo sin ganas de recordar exabruptos, y dispuesta a introducirlo en el código lingüístico de onda : “Hacer huevo es no hacer nada”, “Achicar el pánico es quitar una preocupación” “No podés decir ‘Esperame’, tenés que decir ‘Bancame’”, y la escena sigue así por algún tiempo más (hay que tener en cuenta que es el acercamiento más empático y noble que recibe Marcelo en toda la película). Roberto sale de viaje relámpago a Uruguay, y por la noche vuelve con una actitud mucho menos conciliadora: cuestionando frente a Celia lo sucedido en el restaurante, la discusión en la sala de lectura del hotel escala hasta el ataque (al psicoanálisis, a lo normal de la masturbación y a la posibilidad de que el chico “salga maricón”), la defensa categórica (a debutar con una prostituta) y una propuesta indecente (que Celia haga debutar a su hijo). La chica sale indignada, el estanciero la persigue, y Marcelo había escuchado toda la conversación entre lágrimas: nueva caminata intempestiva por el barrio, pero la señora de blanco aparece en el momento justo a calmar los pesares con un beso. Otra vez la noche de Recoleta se dispone a cobijar a sus jóvenes sin rumbo, y mientras Celia y “Todo” intentan sin éxito ahogar las penas en un telo, el director se toma un momento para retratar a las criaturas desfilando por el barrio: los patinadores, el hombre en cueros con dos carteles de taxi libre, la mujer maniquí, el mozo-mimo-robot, el esqueleto de traje, los corredores en fila con estrellitas en la mano, los hippies bailando un cover de “Green River” en la vereda. Imaginarse la Recoleta como un happening callejero del Di Tella sobre música de Piazzolla sepultaría cualquier carrera, si bien hubiese sido un final lógico para la película que se venía desarrollando. Pero Christensen tiene tiempo para un volantazo más.

Celia vuelve a su hogar en Buenos Aires, y padre e hijo finalmente confluyen en una sola habitación. Roberto recibe la mejor noticia: Marcelo se levantó un minón y quiere mostrarle su conquista. Un recorrido rápido por los bares da sus frutos, y Marcelo puede hacer las presentaciones. La señora de blanco se acerca a paso firme y sensual, pero Roberto la mira atónito tomando del brazo a Marcelo: “Es tu hijo… Es nuestro hijo”. La señora no parece mosquearse por el incesto metafísico, y vuelve a encerrarse al cementerio. Por alguna razón queda tiempo para un epílogo conciliador, y aparece de la nada la santa Lucía para invitarle un helado a Marcelo.

La pauta más clara del offside de Christensen está en las reseñas de la época: no hay absolutamente nadie escandalizado. El gran Hugo Paredero recorre la trama para la revista Humor -con mucha más gracia y cinismo que este servidor-, pero se desdice de su evidente diversión declarándola “de interés especial para la quema”; Mariano Vera y Armando Rapallo hacen bien en preguntarse qué razonó la censura para dejar pasar esto en vez de La intrusa, y una crónica de La Nación desde el rodaje rescata dos momentos bastante reveladores: cuando dos señoras asombradas por el brillo de las motos elucubran que debía estar filmándose una publicidad de cigarrillos, y cuando el director explicaba su inclinación por Silvia Kutika para interpretar a Celia: “La elegí porque probablemente es la única actriz que no tiene el cabello platinado”. ¿Pero qué le quedaba por decir a un tipo que ya se había enfrentado a la policía, al gobierno y a las buenas costumbres cuando Armando Bó todavía era una cara bonita? ¿Qué cosa iba a hacer con un guion ridículo que no fuera empujarlo a la ridiculez más desprejuiciada? Somos? es el hermoso registro de Christensen burlándose de la única convención que le quedaba por derrumbar: la de su propio legado.

© Juan Francisco Gacitúa, 2018 | @Jotafrisco

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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