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Rodrigo Martín Seijas | La dama en el agua

Rodrigo Martín Seijas | La dama en el agua

Hundirse con Shyamalan

La carrera de M. Night Shyamalan ha sido una verdadera montaña rusa. No viene mal recordar que, con un apenas un film –ese éxito masivo de público y crítica que fue Sexto sentido-, el realizador consiguió lo que muchos colegas no consiguen con muchas películas: convertirse en una marca en sí mismo, cuyo nombre ya vendía calidad a los espectadores y que podía rodar lo que quisiera, porque seguro que los estudios iban a poner la plata. Es cierto que su siguiente opus, El protegido, no tuvo tanto suceso –aunque luego acumuló un seguimiento casi de culto-, pero Señales volvió a romper la taquilla, consolidando la relevancia de Shyamalan dentro del espectro hollywoodense y –convengamos- también su ego. Eso ya se podía notar en La aldea que, a pesar de sus buenos números, ya había generado bastante ruido en la recepción crítica y de las audiencias.

Pero fue con La dama en el agua que Shyamalan rompió los límites de tolerancia de los críticos y espectadores: las reseñas fueron lapidarias y el film fue un fracaso absoluto en la taquilla, que puso al cineasta en un lugar bastante problemático –casi de hazmerreír de la industria-, del cual le costó salir. Convengamos que la irritación que generó esa película era en un punto razonable: estábamos ante un relato que se la pasaba tirando lecciones de vida y quemando puentes cada quince minutos, armando y desarmando su estructura narrativa frente a nuestros ojos, como si no supiera bien qué contar o cómo contarlo. 

A eso había que agregarle el componente ególatra del film, que buscaba crear una mitología propia –sin dejar de dialogar con los esqueletos de mitologías previas- en la que el propio Shyamalan jugaba un rol central: su interpretación de un escritor que había redactado un ensayo que estaba destinado a generar un fuerte impacto en un futuro líder de la humanidad era toda una declaración de principios, pero también de soberbia cuasi religiosa. Era Shyamalan básicamente diciendo: “soy un genio incomprendido, pero ya se van a dar cuenta de cuán genial soy”. Pero el asunto no se quedaba ahí, porque había otro personaje destinado a generar ira, que era el crítico interpretado por Bob Balaban, que se comportaba con un cinismo sobrador respecto a las mecánicas de los cuentos y terminaba siendo el principal castigado. Era la forma corporal y cinematográfica que encontraba Shyamalan para decirle “fuck you” a los críticos que lo habían castigado por ciertos giros y manipulaciones de La aldea, o más bien, una forma de reforzar su egomanía, extendiendo su declaración de principios: era decir “soy un genio incomprendido pero muchos se van a dar cuenta de cuán genial soy, aunque hay otros que nunca lo harán, porque son unos imbéciles”. 

Y sí, La dama en el agua está repleta de defectos, no solo porque su historia es antojadiza al extremo, sino también porque muchos de sus diálogos parecen estar fuera de registro, las explicaciones de lo que pasa –o va a pasar, o puede pasar- son constantes e incluso hay tramos donde los efectos especiales no terminan de cuajar con la puesta en escena. Sin embargo, a la vez, es un film adorable en su vocación casi suicida por sacudir las expectativas y reglas establecidas. Es una película a la que no le importa nada de lo que vayan a decir e incluso juega con eso; una anomalía dentro del sistema de estudios, con una estructura épica e íntima a la vez, donde cada plano se aparta varios centímetros de las convenciones hollywoodenses. 

Pero no solo eso: La dama en el agua es, primariamente, un film repleto de amor por el arte de narrar y los sistemas de creencias, o más bien, por la necesidad inherente a todo ser humano de creer en mundos paralelos que lo incorporan y trascienden. Shyamalan sale a pelearse con los críticos y hasta su propio público, pero también a reivindicar el poder de los lazos afectivos. Por algo el escritor que interpreta no es el protagonista, sino Cleveland Heep (notable Paul Giamatti), un superintendente de un complejo de departamentos con una existencia rutinaria que intenta ocultar un pasado marcado por la tragedia. De la mano de esa criatura tan humana como sobrenatural que es Story –nombre deliberadamente de trazo grueso-, Cleveland emprende un camino de pequeño heroísmo y redención, arrastrándonos con él y emocionándonos contra toda lógica. 

La dama en el agua es un rompecabezas estilístico y narrativo, cuyas piezas son encastradas por Shyamalan como se le canta, a pura sinrazón pero con total convicción. Ese convencimiento va de punta a punta, es un tómalo o déjalo permanente. Si no se entra –y la mayoría no entró-, la conclusión es inevitable y lapidaria: vemos una película totalmente fallida, un desastre absoluto. Ahora, si uno compra, si uno entiende y acepta las decisiones del film, la experiencia es completamente inmersiva: nos hundimos en un pequeño gran cuento, al igual que la cámara en el plano final, observando desde el fondo de una piscina a un difuso Cleveland que ha cambiado para siempre. Película única, irrepetible, La dama en el agua es fácil de odiar, pero vale la pena amarla. 

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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