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En busca de la cinefilia perdida (1) | Una visita a las series

En busca de la cinefilia perdida (1) | Una visita a las series

UNA VISITA A LAS SERIES

En uno de los primeros capítulos de Mindhunter, la serie de Netflix, el agente Holden Ford entrevista en la cárcel a Ed Kemper, un terrible asesino serial. Como para ganarse la confianza del psicópata, le dice que sus crímenes tienen no solo un parecido entre sí, sino un cierto estilo, algo que excede al modus operandi para transformarse en una firma. Kemper se siente halagado y reconoce que su colección de atrocidades es una especie de obra como la de un artista.

Es imposible no reconocer en la escena una alusión a la autoría cinematográfica, aquella idea de que un director puede (o no) ser algo más que el nombre que figura bajo ese rubro. En el caso de las series, el problema se complica. ¿Quién sería el autor de una serie? ¿El nombre que aparece bajo la leyenda “created by”, el guionista, el director? Ninguna de esas posibilidades es concluyente, sobre todo porque la costumbre es que los nombres en el guión y la dirección se alternen a lo largo de cada temporada. Para no hablar de las series exitosas, que pueden cambiar tanto como la alineación de una banda de rock con los años. Sin embargo, nadie parece dudar de que Twin Peaks es una parte tan sustancial de la obra de David Lynch como Cabeza borradora  (Eraserhead) o El camino de los sueños (Mulholland Dr.).

Aunque uno considere a Lynch una excepción (Lynch es una excepción a casi todo), no hay duda de que Twin Peaks contribuyó a establecer el estatuto artístico de las series. Hoy, aunque hay quien prescinde de ellas y críticos que las niegan, son una parte del núcleo audiovisual del siglo XXI y una continuidad en la experiencia del espectador de cine. Una prueba de que las series están atravesando no solo la barrera de la popularidad sino también la de la respetabilidad es el editorial de la última Cinema Scope, revista canadiense que representa uno de los polos mundiales de la cinefilia sofisticada. Allí su director Mark Peranson declara que la tradicional encuesta a los redactores y lectores sobre las diez mejores películas del año 2017 está abierta a las series. Completa diciendo que, a su juicio, Twin Peaks: The Return no puede faltar, ya sea la temporada entera o los episodios por separado y afirma, con énfasis leninista, que la decisión de aceptar las series coloca a la revista en el lado correcto de la Historia.

Peranson menciona luego a Mindhunter como una de las series que no desmerecen el arte cinematográfico junto con The Wire, Mad Men, Nathan for You y The Leftovers. No conozco las dos últimas, pero vi un poco de The Wire y casi todo Mad Men, que tiene algún punto de contacto con Mindhunter, en particular algunos defectos. La necesidad de mantener la atención del espectador recupera el viejo cliffhanger de los seriales de principios del siglo XX, con el consiguiente daño para el equilibrio narrativo. Pero no solo eso. La estructura coral obliga a dedicarle minutos a cada personaje, a sus problemas familiares o amorosos. También debe haber lugar para los embrollos profesionales (negocios de publicidad en Mad Men, casos criminales en Mindhunter), y a los conflictos internos de la institución (celos, rivalidades, jefes, etc.). La alternancia más o menos arbitraria de estos temas genera una variedad que convierte al guión en un guiso de subtramas. Esta particularidad de las series hacen imposible que todo se trate con la misma solvencia y a eso se suma que, por razones de producción, los episodios tengan distintos responsables. Para homogeneizar la multiplicidad de manos, las series suelen tener episodios rutinarios, que solo permiten que el cliché que representa cada personaje se acentúe hasta convertirlo en un muñeco completamente previsible, como en las series unitarias tradicionales, donde era muy difícil que un personaje no fuera idéntico a sí mismo durante años.

Pero volvamos a Fincher, quien dirigió los dos primeros capítulos y los dos últimos de Mindhunter. Fincher es un director raro, que supo hacerse notar por películas espectaculares y truculentas. Pienso en Pecados capitales (Seven) y su terrorismo bíblico, El club de la pelea (Fight Club) y su visión burdamente apocalíptica de la sociedad de consumo, en la infumable El curioso caso de Benjamin Button o en la sensacionalista La red social. Fincher tiene predisposición a esa mezcla de violencia con pesimismo que suele pasar por profundidad y conciencia del (mal) estado del mundo. Pero, aun dentro de esos parámetros, Fincher hizo Zodíaco (Zodiac), una gran película sobre la interminable y desangelada búsqueda de un asesino serial por parte de dos policías condenados a la vida gris y las frustraciones de la burocracia. Fue la menos taquillera de sus películas y la menos aparatosa. Pero tras la bruma de Zodiac, se filtra la verdad inasible de esos personajes obsesivos, perdedores, sin glamour ninguno que forman parte de lo mejor que dio Hollywood en estos años. Fincher demuestra allí que puede evitar ser llorón y sentencioso para permitirse ser ambiguo y hasta sutil. Es decir, un cineasta, un autor, alguien que tal vez tenga una obra y no solo una filmografía.

El tema de Mindhunter es cercano al de Zodíaco y la conversación con Ed Kemper parece una reflexión de Fincher sobre su carrera, sobre la posibilidad de encarrilarla en el rigor y no meramente en la acumulación, que es un poco lo que Kemper hace con su macabro raid delictivo que alcanza un cierto grado de sistema y de perfección estética. En un momento, Kemper siente que es todo demasiado fácil, que domina tanto la situación y es capaz de burlar tan bien a la policía que se entrega de puro aburrido. A lo largo de la primera temporada, el agente Holden Ford perfecciona su grado de conocimiento de los asesinos sexuales hasta que empieza a dominar el juego. Allí lo recupera Fincher para los dos últimos capítulos, donde Ford desarrolla su propia omnipotencia y empieza a chocar con la realidad, es decir con sus reglas, sus personajes, sus restricciones, sus enigmas. Fincher plantea en los primeros capítulos una situación interesante: la curiosidad del policía ingenuo que quiere entender el comportamiento y la mente de los psicópatas sexuales. Pero Ford termina enredado en sus propios fantasmas, no demasiado diferentes de los que sus entrevistados le refieren pero, al mismo tiempo, convertido en el único personaje interesante de la serie. Un poco como ocurría en Mad Men con el protagonista Don Draper, llega un momento en Mindhunter en el que ya no importan la vida familiar de Bill, ni cuándo se va a descubrir que la psicóloga Wendy es lesbiana. Solo la mente de Holden Ford, el cazador cazado, produce endorfinas cinematográficas porque escapa del mecanismo de presentación y resolución de conflictos propios del género tanto como de su telón de fondo, los anacronismos provocados por los cambios en las costumbres de décadas atrás.

Dicho de otro modo, una serie como Mindhunter tiene desventajas contra una película: hay demasiados momentos rutinarios y estereotipados, demasiados personajes de cartón y demasiadas intrigas paralelas como para que a todas se les preste la misma atención. Pero cuando algo resuena, como ocurre en los primeros capítulos y en los últimos de la hasta ahora única temporada, cuando el tono es la ambigüedad y el relato deja de saberlo todo para crear sus propios abismos a partir de la escritura, el resultado no es inferior al cine, aunque sus recursos sean menos depurados y hasta más bastardos. En Mindhunter, si a Holden Ford le ocurre lo mismo que a Ed Kemper, a la serie le pasa lo mismo que a Ford: entra en crisis a partir de la multiplicación de situaciones insolubles, confusas, indecidibles. En lugar de controlarlas se deja llevar por ellas hasta un final caótico y abierto pero inevitable. El cine es mejor cuando no pretende saber. Y en Mindhunter, se llega a un momento en el que la serie se va deslizando hacia la contradictoria mente de sus asesinos psicóticos y nadie parece saber nada: ni los personajes, ni los responsables ni los espectadores.

 

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