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CRÍTICAS

Dossier: La Tempestad, por Diego Ávalos

Una magia modesta

¿Sera la magia,

ida la juventud con su deseo,

posible todavía?

La adoración de los magos.

Luis Cernuda

 

El mago Próspero es exiliado con su hija a una remota isla, víctima de una traición. Los años pasan y el mago espera, entre libros prohibidos, espíritus y monstruos, el momento de la venganza. Finalmente aparece en la costa una flota que trae a sus enemigos. El mago usa sus poderes para causar un naufragio, trayéndolos hasta sus playas, hasta sus manos. Con esta tempestad artificial se inicia la revancha de Próspero.

Se considera a La tempestad como la última obra de Shakespeare. Todo en ella, al menos, así lo confirma. La obra tiene un aire a despedida, a bajada final de telón, a mirada sosegada sobre la pasión. No tiene la gloria del cielo pero tampoco el tormento del infierno. Es gris. Como la calma, como la reflexión ante toda una vida. Como el mar y su niebla.

Es Mario Praz en su célebre Historia de la literatura inglesa, el primero en relacionar a La tempestad con la idea del purgatorio dantesco:

“Y atmosfera purificada después de una tempestad es la del drama que se considera el último que escribió. El fondo de The tempest es la solitaria playa de una isla en medio del mar. Una calma, armoniosa, se difunde por doquier; el aire, impregnado de luz y salsedumbre resuena de voces sobrenaturales. La gracia del cielo con su rocío ha tocado la playa de esa isla separada del mundo, y esta suave influencia celeste parece conferir una solemnidad de sacra representación, de misterio, a la historia humana que se desarrolla ante nuestros ojos. (…) La última visión de Shakespeare revela afinidad con la de Dante, y otra afinidad, también, con el misterio sacro de Las Euménides de Esquilo. En cada uno de los tres grandes poetas se restaura la justicia por medio de un rito de expiación; el tono de sus versos más tardío es el mismo, un tono de dulzura y gravedad unidas, de perdón. Los tres alcanzaron una visión del mundo que se expresa en términos de orden y armonía: la música de Ariel, los himnos que cantan las animas del purgatorio, el sonido de la lira de Apolo, que todo lo aplaca”.

Lo esencial para comprender en La tempestad es que tal tempestad es un truco, un engaño. Su tema no es la pasión, sino la reflexión de lo que ocurre una vez que esta verdadera tormenta, que es la vida, por fin acaba. Shakespeare, verdadero mago teatral, expone su artificio y lo quiebra como Próspero quiebra su misma vara. El truco, la magia, el teatro, los actores y las palabras, son meras ilusiones. Al final solo queda el perdón, la calma ante la muerte, la segura y templada despedida. Hacer La tempestad y regodearse con sus trucos es no comprenderla, es unir con pegamento la vara quebrada de Próspero. La tempestad, con su magia, sus espíritus, sus brujas y monstruos, no es una feria de carnaval. Es una brisa, es niebla. Es la sutileza de un último amanecer.

A la actual versión que se representa en el Teatro San Martín dirigida por la inglesa Penny Cherns le importa menos la humildad de un mago que renuncia a su poder, que la gran espectacularidad de un efecto especial tan vacío como inútil. Esta tempestad, en su propia ignorancia, resuena a la peor actualidad.

Sostiene Ángel Faretta en su ensayo Milagros y efectos especiales:

“En el epos crístico de los evangelios se me hizo comprender de muy joven, casi niño, una cosa o hecho narrativo-hermenéutico fundamental. El disgusto, el fastidio, la molestia con la cual Cristo realiza cada uno de sus milagros. (…) También se nos transmiten algunas –escasas- palabras, y estas son de reproche, de molestia, de fastidio por tener que rebajar su poder simbólico hecho de parábolas y de metáforas a cosas que podían ser vistas –y así fueron calificadas- como “magia”.

A Jesús le molesta el uso del poder sobrenatural porque representa la falta de fe en otra clase de poder, el de la presencia, la palabra, la mirada y el silencio.

Dice Marcos en 8: 17-18:

Dándose cuenta Jesús, les dijo: “¿Por qué discuten que no tienen panes? ¿Aún no comprenden ni entienden? ¿Tienen el corazón endurecido? Teniendo ojos, ¿no ven? Y teniendo oídos, ¿no oyen?”

No podemos hablar del corazón de Penny Cherns, pero sí de sus conceptos de escena. Su tempestad muestra que es una directora que no cree en el teatro, más si en los efectos especiales. Toda su puesta es un gran efecto especial, y, lamentablemente, de pobrísimos resultados. Su primer pecado es haber expuesto de manera tan pasmosa a un elenco de notables actores, llevados todos a un dañino extremo hamletiano.

El príncipe aconsejaba: “La acción debe corresponder a la palabra, y ésta a la acción”. Pero agregando después: “Cuidando siempre de no atropellar la simplicidad de la naturaleza”. ¿Cuál es el atropello? La respuesta la dio antes: “Ni manotees así, acuchillando el aire: moderación en todo; puesto que aún en el torrente, LA TEMPESTAD, y por mejor decir, el huracán de las pasiones, se debe conservar aquella templanza que hace suave y elegante la expresión”. En definitiva, lo que pide es contraste, contradicción, y no saturación. Cherns llenó a sus actores de insoportables marcas, efectos especiales corporales, con los que ilustran cada una de sus palabras, produciendo un espectáculo cansino y reiterativo. Por cierto, el original de Hamlet dice así: “In the very torrent, TEMPEST, and (as I may say) whirlwind of your passion”. Curioso que Shakespeare hable en su obra más célebre sobre tempestades y actuaciones, pero tan poco caso se le haya hecho para esta versión que estamos tratando.

Así tenemos a un  Osqui Guzman más interesado en los resultados que puede producir su voz que en actuar un hermano que se reconcilia, a un padre que ama, a un mago que quiebra. Tan poco tránsito tiene su camino que, más allá del espectáculo personal del actor (más no del personaje) todas las últimas grandes escenas de amistad y perdón más parecen una pasada de letra que una verdadera interpretación. Es una pena cuando una deficiente dirección no encuentra el concepto que unifique a sus artistas, logrando que cada uno trabaje su personaje a su manera, en solitario. Malena Solda está desaprovechadísima como Ariel, siendo ella también otra víctima de los efectos no efectistas de la dirección. Que su gran monólogo lo deba realizar con la voz distorsionada y plagada de efectos sonoros “de miedo”, hace de un momento que debería ser sublime un espectáculo del ridículo. Para peor: caracterizada como la Campanita de Peter Pan.  Alexia Moyano convence por su siempre agradecida sensibilidad, logrando uno de los pocos momentos teatrales de verdad: la sorpresa de Miranda ante la presencia de los hombres en la isla despierta risas desde la platea porque el personaje dice algo, y su cuerpo mucho más. Mismo acertado momento logra Martin Slipak cuando por un lado promete obedecer a Próspero en lo referente a no tocar a Miranda y por el otro lucha para contener su desbordante pasión. Gustavo Pardi logra un querible, pero jamás monstruoso, Calibán. Es una pena que el célebre momento del monstruo de cuatro patas no sea mucho más divertido y logrado. Donde más oportunidad tenía la directora de experimentar con un verdadero y necesario efecto especial, más abandonados dejó a sus actores. Nada peor para una dirección débil que un texto proponga jugar: hay que estar a la altura de un sueño que propone soñar.

Entre las múltiples decisiones desacertadas, nombremos una que ya es más que un efecto: es la búsqueda directa del milagro. Tres actores de la compañía hacen dobles papeles: por un lado son los enemigos de Próspero, por el otro sirvientes de estos. En uno de los momentos teatrales más absurdos de la temporada, algunos actores salen de escena para cambiarse a su otro rol, ¡mientras los demás personajes siguen hablando al vacío, donde tenemos que imaginar con ellos que el personaje ausente todavía está allí! Si esto fuera un sistema planteado, podría funcionar. Que tal necesidad surja casi al final y cuando ya no hay más remedio que tener a todos los personajes en escena, es directamente ridículo. Pobres de los actores que no reciben amor. Maldiciones a los directores que solo piensan con su ego y a los teatros oficiales que lo hacen con el bolsillo.

Dejemos para el final el momento donde más se unifica la necesidad por el efecto y las más altas alturas de la vergüenza ajena. Ya lo planteó Mario Praz, La tempestad es una obra de rituales. En esta puesta se intenta un ritual. Y solo se logra un mamarracho de gritos, de giros, de luces de colores y muchos efectos sonoros. Esto sucede cuando un director no cree en lo sobrenatural pero si cree que puede dar cuenta de ese otro mundo gracias al uso del efecto exterior más básico. No decimos que al tratarse un tema sobrenatural haya que creer necesariamente en él (aunque sería más fácil). Pero si decimos que hay que creer en las herramientas que el arte nos brinda para poder tratarlo. Convencerse que la magia, el otro mundo, se convoca con sonidos y furias, es no entender de arte. Lo sobrenatural debe despertarse gracias a la imaginación del espectador. El problema es que para conseguir tan preciado tesoro primero debe respetarse la inteligencia de este.

¿Pero es el efecto especial el enemigo del misterio, del símbolo, de lo sobrenatural cuando se lo quiere representar? Por supuesto que no. El mismo Jesús convirtió el agua en vino durante una boda. El secreto está en que el efecto debe traer aparejado aún más misterio, y no querer resolverlo. O peor: explicarlo. ¿Cuál es el misterio de la boda mencionada? La negativa de Jesús al pedido de su madre. ¿Qué es todavía más misterioso? La réplica de la Virgen. El efecto poco importa. Su implicancia es lo esencial.

Recomendemos entonces la que sea quizás una de las mejores puestas de La tempestad. Se trata de un film de Hollywood, y cuando decimos esto decimos que se trata de verdadero arte. Su año es 1956, su título Forbidden Planet; una película de ciencia ficción dirigida por Fred M. Wilcox con la actuación de Leslie Nielsen. Tenemos también aquí viajeros, un padre y una hija aislados, un ayudante mágico, un monstruo vengativo. Y pese a los efectos de luces, de sonido, de escenografías y lentes, el verdadero misterio. Porque todo se trata, otra vez, del soñar y del perdón. Hollywood clásico sí comprendió a Próspero: para hacer magia solo hay que comenzar rompiendo la vara. Y así, por fin, llegará un cielo de aplausos.

 Teatro: Teatro San Martín – Av. Corrientes 1530
Funciones: Domingo, Miércoles, Jueves, Viernes y Sábado – 21:00 hs – Hasta el 05/08/2018
Entrada: $ 110,00 –

© Diego Ávalos, 2018 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

Autoría: William Shakespeare. Traducción: Marcelo Cohen, Graciela Speranza. Actúan: Osqui Guzmán, Ivan Moschner, Alexia Moyano, Gustavo Pardi, Martín Slipak, Malena Solda, Marcelo Xicarts. Músicos: Belén Echeveste. Movimiento: Abigail Kessel. Vestuario: Mini Zuccheri. Escenografía: Jorge Ferrari.  Iluminación: Eli Sirlin. Diseño sonoro: Rony Keselman. Música original: Rony Keselman. Asistencia de escenografía: Luciana Uzal. Asistencia de iluminación: Sebastián Evangelista. Colaboración artística: Abigail Kessel. Dirección musical: Rony Keselman.  Director asistente: James Murray. Dirección: Penny Cherns. Prensa: Agustina Yacachury.

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