A Sala Llena

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ASL TARANTINO

#ASLTARANTINO | Perros de la calle | Patético

En 1991, con Perros de la calle, Tarantino aparece en escena de manera tan contundente y tan desde ninguna parte que deben entrar en el conteo de una mano incompleta los que después de ver la película, e incluso sin haberse tomado la molestia, prefirieron resistir la tentación de atraparlo en un epigrama, y así domarlo pronto. Lo que todos sabíamos es que se trataba de un tipo afortunado que había conseguido que Monte Hellman le produjera su debut (dejemos de lado el asunto My Best Friend’s Birthday) y que Harvey Keitel lo protagonizara. Las etiquetas variaban mucho. Según el autor, el medio o el día, Tarantino era un cinéfilo del tiempo del videoclub, distinto por eso de la generación anterior, formada en las salas y en la tele, un seleccionador de canciones, un semiólogo pop, un nuevo eslabón en la cadena de cineastas italoamericanos católicos inflados de culpa y testosterona, un chico posmo, un talento vacuo, un flaco condenado a la suerte turbia del que la pega enseguida, el triunfo de la abyección, la muerte del cine, su renacimiento, un genio precoz, un cararrota, una esperanza nueva.

La proliferación de etiquetas tan brutalmente contradictorias es el signo más evidente de que algo pasaba.

Y vaya si era así.

Casi treinta años después, con Tarantino convertido en un hacedor serial de obras maestras, Perros de la calle carga con la gloria que vendría y con nuestra inveterada tendencia al evolucionismo y la averiguación de antecedentes, que obliga a una opera prima importante (juguemos sin los invitados de siempre: Rapado, I pugni in tasca, El pájaro de las plumas de cristal) a ser o bien un borrador del futuro o bien una cifra en la que ya está contenido todo, según dice ese elogio habitual y envenenado.

Como si hubiera orden en este mundo absurdo. Como si ser un autor equivaliera a pulir toda la vida una identidad y una lápida.

Habiendo revisado hace apenas unas horas Perros de la calle, y puesto a jugar con el etiquetado, diría que en su presentación Tarantino aparecía como un veinteañero con demasiadas películas encima que era capaz de escribir los diálogos más hipsters esta noche pero también los más llorones, los más patéticos, en el sentido no deshonroso de esta palabra genial. El tiempo (reitero: casi treinta años) limó la entonces sorprendente conversación sobre Madonna y “Like a Virgin” y la convirtió, además, en parte de una serie que incluye no solo todo lo que escribió Žižek sino también las hamburguesas europeas de Pulp Fiction, el Superman de Kill Bill y la interpretación de Top Gun como la historia de un hombre luchando contra su homosexualidad, que Tarantino presenta en Sleep With Me (Rory Kelly, 1994), una película a la que solo su participación mantuvo en la memoria.

Pero, como si vinieran a compensar la pérdida de poder de los diálogos deliberadamente brillantes, los otros, los patéticos, que trabajan con más lentitud y ofrecen (tal vez por eso) más resistencia al tiempo, se escuchan mejor que nunca. No es la estructura narrativa, con sus idas y vueltas en el tiempo, ni la oreja cortada, ni la banda de sonido lo que hoy sostiene todo en pie. Ni siquiera la extraordinaria secuencia de la marihuana en el subte, una película en sí misma, con su guión, sus ensayos y su puesta en escena. Lo que sigue haciendo vibrar cualquier pantalla que reproduzca o proyecte Perros de la calle es lo más simple que tiene: su matriz mítica masculina. Hay amor entre estos tipos que matan sin ponerse nerviosos y hablan pestes de mujeres, negros y judíos. Basta pensar en cómo Nice Guy Eddie (Crhis Penn) se toquetea con su amigote Mr. Blonde (Michael Madsen), y especialmente en cómo Mr. White (Harvey Keitel, con sufrimiento final de perro triste y enojado) protege a Mr. Orange (Tim Roth), a quien apenas conoce. Mr. White es un hombre de códigos. Un tipo de la vieja escuela. “La bala en su estómago es culpa mía. Aunque para vos eso no signifique una mierda, significa mucho para mí”, le dice en un momento a Mr. Pink (Steve Buscemi), un tecnócrata que en la secuencia de apertura no quiere dejar propina en el café y que en el galpón se la pasa hablando de profesionalismo. Tarantino lo despoja de todo vínculo con el prójimo no mediado por el interés. Mr. Pink no conoce el agradecimiento ni la culpa. Por eso es el único que sobrevive. La pasión es de los otros. De Nice Guy Eddie, que no cree historias falsas sobre su amigo. Y de Mr. White, que arropa a un Mr. Orange agonizante, que llora y le pide que lo abrace, y le dice, después de peinarlo: “Adelante, tené miedo, ya fuiste bastante valiente por un día”.

© José Miccio, 2019

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

 

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