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CRÍTICAS - STREAMING

La vida ante sí (La vita davanti a sè)

SENSATEZ Y SENTIMENTALISMO

La parcelación de los géneros cinematográficos que impuso Netflix se asemeja a la arbitraria clasificación del mundo según la enciclopedia china que citaba Borges en “El idioma analítico de John Wilkins”. De acuerdo con esta teoría de control remoto, La vida ante sí entraría en la categoría de “Dramas sombríos y conmovedores protagonizados por divas italianas con las que fantaseaba tu abuelo”.

La nueva versión para el cine de la novela de Romain Gary “La vie devant soi” (a.k.a.“Madame Rosa”), publicada en 1975, tiene como atractivo principal, excluyente casi, el regreso de Sophia Loren al cine, a los 86 años, y dirigida por su hijo Edoardo Ponti. Una vuelta de peso en la pantalla –y en los medios–, aunque restringida a un público senior para el cual la exuberante actriz de los clásicos con De Sica, o los que hizo en Hollywood, o los de su madurez, como la estupenda Giornata particolare (1977) con Mastroianni y dirección de Scola, tiene un significado fuerte en su memoria.

A diferencia de otras figuras que fueron paradigmas de belleza y más tarde optaron por el retiro, desde la Garbo a Marlene Dietrich (por citar sólo los casos más extremos de reclusión), la Loren, que además sumaba una voluptuosidad de la que aquéllas carecían, demuestra aquí que no sólo no le teme enfrentar una vez más la cámara sino tampoco a algunos de los primeros planos, a veces despiadados, que no le evita su hijo.

Entre aquellos espectadores que, por razones cronológicas, no compartan esos recuerdos, el efecto no será el mismo: pero no porque vayan a encontrarse con una actriz poco familiar, aún vigorosa en su ancianidad y cuya mitología les es ajena, sino porque la gravitación de su personaje, Madame Rosa, ahora es menor a la del auténtico protagonista en la remake Ponti: Momo (el niño senegalés Ibrahima Gueye), y ésta es sólo una de las muchaa diferencias que acusa esta versión con respecto a la superior de Moshé Mizrahi (1977), que interpretó Simone Signoret.

Madame Rosa es una mujer que sobrevivió a Auschwitz, luego ejerció la prostitución en París, y por último regenteó en su propio departamento un hogar para chicos de la calle, en su mayoría hijos de prostitutas. Allí también hay una habitación secreta, una especie de templo personal en el que ella conserva todos sus recuerdos, y cuya puerta termina por abrirle al favorito de sus “hijos del corazón”, Momo, un huérfano musulmán, blanco y europeo en la versión Mizrahi, africano negro en la de Ponti.

Los choques étnicos y religiosos tenían, en el viejo film, un lugar accesorio que no sólo se integraba al conflicto central, sino que funcionaban como vehículos para definir los atributos de la protagonista (como aquella memorable escena en la que reaparecía el padre biológico de Momo a reclamarlo, y Madame Rosa, que le mentía al decirle que lo había educado como judío, provocaba su nueva huida).

Nada de esto sobrevive en la versión Ponti. El nuevo guion se engolosina con cuanto asunto social y político tengan categoría de trend topic y los inserta como sea, desde la inmigración ilegal africana a la delincuencia juvenil, la batalla entre los propios indocumentados, el tráfico de drogas, el conflicto en Medio Oriente y hasta los problemas familiares de los transexuales (el personaje de la prostituta negra, Madame Lola, se transforma aquí en una prostituta gallega, rubia y trans).

El relato en off de Momo (en la versión 1977 el recurso se justificaba porque el niño se lo contaba, al grabador, al médico que interpretaba Costa-Gavras), refuerza su condición protagónica en un tramado que, como se dijo antes, repliega a la Madame Rosa de la Loren a un papel casi de reparto, pero que se busca reforzar a través de lo que más le gusta a Netflix: el sentimentalismo. Tanto es así que, en el fárrago de efectos emotivos, se pierde de vista toda verosimilitud, como lo descabellado de la escena en que, con sólo 11 años, Momo rapte a su tutora de una clínica sin que nadie lo vea.

Hace más de cuatro décadas los verosímiles eran otros. Cuando Simone Signoret interpretó a la “anciana” Madame Rosa, que resoplaba al subir las escaleras y no dejaba de hablar de la muerte, tenía 56 años, es decir, seis menos que Madonna, cuatro que Julianne Moore, dos que Jodie Foster, uno que Lisa Kudrow, y la misma edad que Sandra Bullock, actrices que considerarían un agravio que sus agentes les propusieran hoy algo así. La Signoret componía su papel (67 años, en la ficción) al natural, sin maquillaje que la avejentara ni, aparentemente, preocupación alguna por lucir como lucía. Los momentos de abstracción de su personaje, cuando escapaba del presente a algún lugar indefinido de su terrible pasado, eran, indudablemente, de Madame Rosa. Se vuelve más difícil experimentar lo mismo con Sophia Loren: sus abstracciones parecen menos las de Madame Rosa que las suyas propias, las de la venerable actriz que quizá se siente extranjera en una forma de cine que ya no le pertenece, y que sólo la convoca como gloria viviente.

 

 

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Italia, 2020)

Dirección: Edoardo Ponti. Guion: Ugo Chiti, Edoardo Ponti. Elenco: Sophia Loren, Renato Carpentieri, Ibrahima Gueye, Abril Zamora. Producción: Carlo Degli Esposti, Regina K. Scully, Nicola Serra, Lynda Weinman. Duración: 94 minutos.

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