A Sala Llena

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CRÍTICAS - STREAMING

Rebeca (Rebecca)

EL GRADO CERO DE LA IMBECILIDAD

Desde los primeros segundos se avizora y se teme lo peor. Amazacotadas masas de colores en movimiento sumadas a una lánguida voz en off. Imágenes superpuestas de un onirismo elemental. Movimientos de cámaras por el movimiento mismo. Ya no se emplea el travelling; en estos artículos de corte y confección es reemplazado por el “wandering”, un vagabundeo visual que parece tropezar con pasillos, calles, personas, carreteras desiertas, y cerebros también desiertos en estado de animación suspendida. 

Eso sí, tenemos ropa bien cortada y mucho Harris Tweed; un baúl de Vuitton mostrado oblicuamente; un Cartier en la muñeca del muñeco protagonista; unas ostras en bandeja de plata y una vista mediterránea desde una escollera monegasca; todo lo cual parece gritar “¿Y qué más quieren por un abono a Netflix?”. 

Así, estos compactos audiovisuales, estos cubos Knorr de la imaginación viciosa, proponen un turismo suntuario en forma vicaria. En medio de lo cual se improvisa no una trama, sino una trampa con pasiones en estado de congelación mimética, algunas encamadas, cientos de extras con caras de “yo no fui”; y todo ello rociado con sueños académicamente alegóricos.

La fábula es por todos conocida. Un estólido ricachón, con un cerebro de mosca, encima descendiente de los Tudor -o sea, un vil usurpador de los Estuardo-, ama a su museo repleto de chafalonías y al fantasma de su esposa muerta; de bíblico nombre y al parecer con un pasado muy turbio; al menos para la Inglaterra de entonces. 

Paveando en la costa azul se tropieza con una bobalicona, interpretada por esta traficante de mohines que la vuelve todavía más insoportable. Trabaja como la esclava de una mujerona cursi, cargada de abalorios y pintarrajeada, que la mandonea. La muchacha se venga con repetidas muecas y fruncimientos de labios, y luego acepta los avances de Maxim, más bien Minimum, desinterpretado aquí por un maniquí con bíceps… 

Uno teme de inmediato la posible reproducción de ambos; lo que llevaría a un nivel todavía más bajo a la ya decadente raza humana. 

Por fortuna no. Pasan luego de una serie de rascadas playeras a encerrarse en esa casa Usher amoblada con los restos y saldos de un remate de antigüedades. 

Al volver allí, los espera una almidonada ringlera de variada servidumbre. Hasta que aparece Ella… la Señora Danvers…Y así finalmente caemos en la cuenta de que Kristin Scott Thomas hace décadas que se viene preparando para este papel, y para ello ha perfeccionado esa repetida mueca de asco inalterable, como si estuviera oliendo todo el tiempo substancias de conservación dudosa.

La mamerta nueva rica no pega una en medido del estólido caserón. Los y las guionistas tampoco; y el director está perdido en medio de otro cambalache, acopiando potiches y secretaires, gueridons y tapetes, almohadones y divanes, cofias y delantales de batista para rellenar este bodrio en cocción acelerada. Un pinche que lo reemplaza en sus funciones, maneja desde una botonera el puchero en marcha, mientras se clava una línea de frula de un metro de extensión.

Danvers Scott Thomas se mueve frunciendo todo lo que puede su exiguo culo envasado en una prieta pollera tubo. Acecha en los pasillos y tal vez demore allí su existencia vampírica y siempre en estado erecto y permanentemente fruncido.  

Sin que se grite “agua va”, vemos que Minimum padece sonambulismo; lo cual debe ser una confesión autobiográfica del director; quien posiblemente no sea un imbécil.

Luego aparece el primo de la finada, con mirada de fiolo profesional y con muecas torvas de “señoras y señores esto se viene de incesto”. La monta a la boba a un caballo y aprovecha la volada para algunos raudos toqueteos. Se nos quiere dejar muy en claro que es un perverso. Si hasta porta bigotito… ¡Vamos hombre!

Hay también una cabaña sobre los acantilados; un viejo medio loquito y sentencioso, rigurosamente mugriento y con barba desprolija para hacerlo más amenazante, si es que algún espectador está aún despierto a estas alturas. 

Tenemos cosas como un primer plano del destripamiento de un pescado, posiblemente lenguado; que es el único que conocen los ingleses, si les creemos a sus novelistas policiales. También un fallido baile de disfraces que se transforma en una pesadilla para la segunda señora De Winter, y una todavía peor para quien esto escribe. 

Seamos justos. Como vemos este pot-pourri de tonterías por medio de lo que algunos llaman “streaming”, podemos en todo momento inmovilizar el bochorno. Nos servimos una copa de vino; hacemos flexiones calisténicas tan necesarias en este año de la peste. Tomamos un libro, subrayamos un párrafo. Y de tanto en vez y tras una simple presión, podemos volver a pispear a este surtido maratón de insensateces y vulgaridades.

Se remata con un final donde la tonta dice que se ha superado en la vida y por eso la vemos fumar por primera vez como muestra de su crecimiento intelectual. Hace calor; estamos en El Cairo, así que podemos soñar que el pitillo sea de haschis. El maniquí, ahora en sudoroso torso desnudo y contoneándose como un machito de servicios especiales, la toma en una doble Nelson menos erótica que chupar un clavo, y la pone en éxtasis fotográfico. 

Como música de fondo el violín melancólico de Stéphane Grappelli, no consigue mejorar la cosa. Aquí ni el mismo Paganini en persona podría conseguirlo.

Si me permite el lector daré dos ejemplos de cómo opera esta indispuesta en escena. La pavota manotea un libro con una dedicatoria de Rebeca. El viudo cornamentado por esta Lady Chatterley de pacotilla se lo arranca violentamente de la mano. Luego la vemos frente al espejo diciendo ¡y diciéndonos! “Le molestó que tomara eso”. Sí, claro.

Otrosí. El primo fiolo al que le gusta la timba por encima de sus exangües bolsillos, le pide al viudo cornudo que le tire diez lucas esterlinas por guardar silencio sobre algo que sabe. Y Minimum ¿qué es lo que grita? “Esto es un chantaje”. Chocolate por la noticia. 

Todo se derrumba como la propia Manderlay que aquí -en esta no versión sino perversión-, no era más que un manoseado castillo de naipes marcados. 

Parafraseando a Paul Groussac, el arte de hacer remakes de films clásicos tiene leyes muy estrictas: la primera es no intentarlo.

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Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Reino Unido, 2020)

Dirección: Ben Wheatley. Guion: Jane Goldman, Joe Shrapnel, Anna Waterhouse. Elenco: Lily James, Armie Hammer, Kristin Scott Thomas, Tom Hudson. Producción: Raphaël Benoliel, Tim Bevan, Eric Fellner, Nira Park. Duración: 121 minutos.

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