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CRÍTICAS - CINE

El Payaso del Mal (Clown)

(Estados Unidos/ Canadá, 2014)

Dirección: Jon Watts. Guión: Jon Watts y Christopher D. Ford. Elenco: Andy Powers, Laura Allen, Peter Stormare, Christian Distefano, Chuck Shamata, Elizabeth Whitmere, Matthew Stefiuk, John MacDonald, Sarah Scheffer, Allen Altman. Producción: Eli Roth y Cody Ryder. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 100 minutos.

La sonrisa antropófaga.

Por fin encontramos una película de horror que sin ser una maravilla ni nada parecido, por lo menos califica como una propuesta potable que dignifica al género y nos rescata por un instante de tanto engendro estándar que pulula por ahí. El Payaso del Mal (Clown, 2014), como su título lo indica, respeta la tradición de los arlequines cinematográficos con tendencias homicidas y alguna que otra referencia -poco sutil- a la pedofilia, un rubro que ha dado de comer casi de manera exclusiva a representantes de la clase B de antaño en la línea de Clowns Asesinos (Killer Klowns from Outer Space, 1988), salvo excepciones mainstream como aquel bufón surrealista que interpretó el genial Tim Curry en It (1990).

En esencia hablamos de una reformulación de la vieja premisa de la metamorfosis, símil La Mosca (The Fly, 1986) de David Cronenberg, pero en esta oportunidad con un payaso de sonrisa antropófaga. La historia se centra en Kent McCoy (Andy Powers), un agente de bienes raíces y padre de familia que el día del cumpleaños de su hijo Jack (Christian Distefano) termina probándose un traje de clown que descubre en una de las casas que tiene a la venta. Por supuesto que a la mañana siguiente los intentos por sacarse la prenda serán infructuosos y la desesperación ganará terreno, en especial porque el susodicho comienza a sentirse mal y los dolores en el estómago parecen demandarle que cambie su dieta habitual.

Más allá de estar movilizada por estereotipos de diversa índole, como el de la degradación de un “hombre común” o el cliché del demonio ancestral que reclama sacrificios infantiles, la obra en sí es muy llevadera y hace de su humildad y sencillez sus mayores fortalezas. El segundo largometraje de Jon Watts es también su debut industrial, y esto se percibe en un ritmo narrativo algo apaciguado que en general se mantiene estable aunque por momentos llega al límite de planchar un poco el desarrollo de personajes. Por suerte el realizador compensa el problema con un tono naturalista que acentúa la atmósfera cargada de ansiedad a través de una andanada de secuencias prudentes y bien interpretadas por Powers.

Otro punto a favor del convite es el dúo que acompaña al protagonista, Laura Allen como Meg, la esposa de Kent, y el inoxidable Peter Stormare en el rol de Herbert Karlsson, una simpática variación del Van Helsing de Drácula de Bram Stoker: ambos tomarán la posta durante la segunda parte del film, cuando la transformación esté avanzada. A pesar de que el opus adolece de una dosis verdaderamente significativa de gore, que podría haber elevado su intensidad, sin dudas aquí resulta satisfactoria la ecuación de cadencia retro “arlequín psicópata + maquillaje tradicional + diálogos sin estupideces”, sobre todo si recordamos que el terror hollywoodense contemporáneo es adicto a los CGI más huecos…

calificacion_3

Por Emiliano Fernández

 

Sangrienta mitopoiésis bufonesca.

Si hay algo que el terror como género siempre supo explotar a su favor es esa habilidad innata que posee para convertir incluso las cosas más inocentes en verdaderos elementos horripilantes, salidos de los rincones más oscuros del retorcido subconsciente de la mente humana. Los payasos se encuentran circunscriptos desde hace tiempo dentro de esa lúgubre categoría. Cuando pensamos en payasos terroríficos, todos asociamos automáticamente al Pennywise de It (1990), esa novela de Stephen King llevada a la pantalla chica como film televisivo. Y en segunda instancia, los que somos un poco más viejos recordamos con cierto resquemor al payaso de juguete de la habitación de Robbie, el hijo del medio de esa familia acosada por espectros del más allá en Poltergeist (1982).

El Payaso del Mal (Clown, 2014) vuelve sobre el tropo del bufón pensado como aterrador antes que figura de entretenimiento infantil. Dentro de esa burbuja idealizada que es la clase media suburbana norteamericana en el plano ficcional, Kent es un padre de familia que no quiere decepcionar a su hijo de siete años el día de su cumpleaños, y al enterarse de la ausencia sin aviso del payaso animador de la fiesta, decide él mismo ponerse el traje para salvar el día. Claro que el traje que utilizará no es uno comprado en el cotillón más cercano, sino uno que encuentra en una vieja baulera cuyo origen es desconocido. Todo transcurre con normalidad hasta que llega el momento de sacarse la peluca, la nariz y el traje: todo se encuentra pegado a Kent y no hay forma de retirarlo.

Todo lo que hasta ese momento tiene tintes de horror con pizcas de humor negro se torna hacia el gore más gráfico y explícito. Kent se está convirtiendo progresivamente en un payaso; pero no un payaso amistoso, sino uno monstruoso, que debe alimentarse de niños para subsistir. Una vez expuesto el núcleo central dramático, aparecerá ese personaje que toda historia fantástica de horror necesita: el que explica el porqué de lo que sucede y qué hacer para detenerlo, interpretado por el siempre efectivo Peter Stormare (Fargo, 1996; Prison Break, 2005). El verdadero origen de los payasos/ “clowns” es mucho más tenebroso que el conocido popularmente, y el director/ escritor Jon Watts se encarga de generar toda una nueva mitopoiésis en torno a la figura del payaso, que se siente como una bocanada de aire fresco dentro de un género que últimamente parece no encontrar otra alternativa ante el binomio “espectros paranormales” y “registros vía cámara en mano”.

La segunda mitad del film comienza a transitar los lugares comúnes del género y un ritmo narrativo cada vez más desparejo empieza a jugarle en contra a todo lo discretamente construido en la primera parte. Si bien se toman ciertos riesgos, como por ejemplo la violencia gráfica de los ataques del payaso contra los niños (caractéres que suelen ser tabú en casi todo tipo de ficción, ¿o acaso recuerdan muchos films -sin contar el género bélico- donde mueran niños de manera violenta?), conforme se acerca la resolución todas las piezas se acomodan según dicta el manual, el relato pierde tensión y queda poco espacio para algún tipo de sorpresa.

Si bien la sangre y las tripas son de buen nivel para una película con este presupuesto -algo que seguramente complacerá a los fanáticos del género- resulta bastante decepcionante que una obra producida por un hombre entendido del tema como Eli Roth (Cabin Fever, 2002; Hostel, 2005) termine diluyéndose fotograma tras fotograma, entregándonos un producto final tan estandarizado y anodino como el resto de aquellas obras simplonas que desgraciadamente ofrece el género desde hace varios años.

calificacion_2

Por Alejandro Turdó

 

Puedes correr pero no esconderte.

Si algo podemos decir del gran maestro del cine gore es que siempre se animó a jugar con los miedos. Nadie podría negar que le teme -al menos en la fantasía- a un secuestro y la posterior tortura mientras viaja por el mundo (Hostel, 2005), un poco al canibalismo (The Green Inferno, 2013) y otro poco a contraer un extraño virus que descompone tejidos (Cabin Fever, 2002). Hoy Eli Roth está de vuelta y arremete con una temática -y ya casi un subgénero- que hemos visto bastante en el cine: un payaso malvado que persigue y come niños. Si eso no es una fiel representación de un miedo infantil y de antaño, ¿qué otra cosa puede ser?

Kent McCoy (Andy Powers) es un padre y marido ejemplar. Cuando el animador que contrata para la fiesta de cumpleaños de su hijo cancela su presentación, él decide darle una sorpresa y aparecer disfrazado. No se le ocurre mejor idea que hurgar en un viejo y misterioso cofre, donde parece encontrar el atuendo ideal. Su hijo se queda encantado y su esposa maravillada por tremenda acción. Kent se duerme accidentalmente con el disfraz de payaso puesto y al día siguiente descubre que no puede quitárselo de ninguna manera. Con el correr del tiempo, Kent se sumerge en una maldición de origen nórdico bastante desconocida vinculada al lado oscuro.

Si bien Roth no dirige esta cinta, El Payaso del Mal (Clown, 2014) está plagada de sus marcas de estilo. Quizá con una estética más comercial, más “americana” si se quiere, la película no provoca sobresaltos pero tiene sus buenos momentos. Sin demasiados artilugios, el film viene a darnos un pequeño respiro en este año en el que el buen terror no se hizo presente. Convengamos que Roth también juega muy bien con la tensión pero esta vez se ha volcado más hacia lo sobrenatural. Quizá ésta es la pata que le faltaba experimentar.

Pero démosle crédito también al director Jon Watts, que supo construir un personaje más que interesante con un giro original rindiéndole culto al género, cuyas joyas más emblemáticas son It (1990), Killer Klowns from Outer Space (1988); algunas menos conocidas e incluso olvidadas como Clownhouse (último slasher de la década de los 80 sobre el tema) y Fear of Clowns (2004). Ni hablar del payaso que se mece en la silla en Amusement (2008).

Mérito aparte merece el actor sueco Peter Stormare, quien ayudará a la esposa de Kent a combatir el mal que padece su marido de una forma un tanto drástica. Su rostro -que resulta muy familiar en el cine- encaja a la perfección con este personaje que viene a adicionar un poco de humor a la cuestión. Casi sin gore, poco terror (más bien un toque de suspendo), actores no conocidos en su mayoría y asesinatos fuera de cuadro, El Payaso del Mal podría ser para muchos una buena alternativa del género aunque no le alcance. Rescatemos que vemos al productor en acción y disfrutemos de una historia que va por otros caminos y se distingue del resto. Así puede que se disfrute más.

calificacion_3

Por Ximena Brennan

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