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CRÍTICAS - STREAMING

Netflix, una ventana con vista a Ghibli

La más grande tinta del imperio cultural nipón eleva los atributos de Netflix con la incorporación de veintiún largometrajes de primer nivel artístico que aúnan folclore regional, poemas humanistas y excitaciones multidimensionales. Esta catalogación se efectivizará en tandas de siete títulos por mes entre febrero y abril.

 

¿El cine es un arte muy humano? Si supiéramos honradamente en qué consiste esta pregunta, responderíamos: no hay tal “demasiado humano”; ¿cuánto daño podría causar el humanismo en demasía? Para una respuesta –sino honrada, aproximada al menos– ver las veintiún películas (¡21!) que ha producido ese géiser de emociones y pentagramas poéticos y valses de la imagen en el tiempo que son los Estudios Ghibli. ¿Los estudios quién? (Leer abajo).

Sigamos con esta tibia retórica especulativa: si él (ahora sabrán quién es él) fuera una persona en las antípodas de lo que sabemos que es, o sea, un pedante pagado de sí mismo con niveles de inseguridad inversamente proporcionales a su talento, Miyazaki, el Hayao de los estudios Ghibli, Hayao Miyazaki diría: mágico mundo de colores my ass. Porque desde que los míticos estudios de animación japoneses Ghibli arraizaron su poderío inofensivo y amoroso, ebrio de ensueño, creatividad e imaginación en este planeta fantástico al que le sigue faltando fantasía –esto es: desde el mismo momento de su fundación en 1985 a manos del propio Miyazaki– la gama de colores de Disney ya no estuvo sola en la cima de lo mejor de lo muy grosso (nunca existió una verdadera rivalidad imperial: a fines de los noventas Disney practicó su reverencia por el talento japonés al comprar los derechos de distribución de La princesa Mononoke, razón por la cual –ni más ni menos, sobre todo ni menos– al cabo la vimos en Argentina: gracias, Walt).

Es que con toda su paleta de espectros, espejos, tornasoles y tonalidades cromáticas, quimeras reales (nunca realistas), físicas y espirituales, vi(r)ajes místicos o bautismos de maduración por las grietas entre las dimensiones de la existencia, Netflix adquirió los derechos de transmisión internacional de la filmografía completa de largometrajes de Ghibli (el acuerdo no menciona cortometrajes y otras cositas de incierta adscripción genérica), que desde febrero, y en tandas de a siete películas, invadirá el vecindario del streaming rojo (rojo-Marlboro; no rojo-Partido Comunista: Netflix es todo lo inverso: fiebre de oro capitalista). Y lo hace con un inventario que es mucho más que rojo, porque es multicolor, de lo que mejor saben hacer: (básicamente) poesía animada.

Ghibli es la casa-cuna de Hayao Miyazaki: el último Papá Noel vivo de la animación mundial; el ser que le podría disputar carisma al mismísimo Baby Yoda; el maestro de maestros amado por legiones y legiones de fans de fandoms distribuidos a lo largo del globo (el terráqueo en el que predomina el azul marino pero al que no le escapan los demás colores). Lo mencionamos porque la mayoría de las películas de este contrato son suyas, aunque hay dos de su hijo, Gôro de igual apellido. Además hay cuatro del otro maestro de Ghibli, el no escondido pero sí eclipsado Isao Takahata (para googlemapear su influencia en el mapamundi de Ghibli, mencionemos como coordenada que La princesa Kaguya, su última película, fue nominada al Oscar de la categoría animada en 2014).

Lo cierto es que el imperio del streaming contraataca y esta vez no hay puesta en riesgo ni en abismo del buen gusto: su arma es un catálogo de cine en estado de pureza química, hilvanado por un extremo candor ideológico, esa némesis de la misantropía. Candor, inocencia, ternura: sustantivos abstractos que suelen usarse con cierta condescendencia pero que en la obra de “Miya” acumulan millas concretas, al igual que en su descendencia: Gôro va por muy buen camino, hereditario y genuinamente “ghíblico”.

Ghibli copyright si lo es

Definir conceptualmente la universal y resplandeciente identidad de los Estudios Ghibli sería una consubstanciación teórica bastante comprometida ya que, de comienzo, nos abrumaría la colección de adjetivos ditirámbicos. Hacerlo sería tan complejo como especificar qué es “psicodelia” en un refrán o “semiótica” en una haiku doblado al español. No es por “patear la pelota afuera”. A las pruebas hay que remitirse. Y habrá veintiuna pruebas a las que remitirse desde este mes para iniciarse en la apreciación de la unicidad que hace de Ghibli un solo corazón.

Pero algunas “ventajas para la vida” que ha traído aparejado el conocimiento y la comprensión de las películas de Ghibli en Occidente sí podemos arriesgar: 1) la inoculación “intraespiritual” del shinto: la religión propia de Japón básicamente (burdamente, como lo expreso) catequiza la conexión del Hombre con la Naturaleza, por lo que considera un desbalance grave agredir a la Madre Tierra, algo suicida, de allí el profundo ecologismo que impregna la impronta de Ghibli; 2) la tecnología: generalmente en su acepción estética retro-futurista y mecánicamente-moralmente bestial, en tanto representa una amenaza para la Tierra si es utilizada de forma irresponsable; 3) un innegable protofeminismo. Heroínas son casi todos los héroes de Ghibli: heroínas; y casi siempre niñas o adolescentes; las viejas, las pocas viejas, aconsejan desde una silente sabiduría budista-zen con algún murmullo (que sólo las niñas o adolescentes saben traducir) algo insólito proviniendo de una sociedad fundada por cuatro varones en uno de los países más tradicionalmente patriarcales; 4) la sensible y madurativa desarticulación de la Muerte y la Enfermedad como temas-tabú en la ficción infanto-juvenil (horrendo adjetivo compuesto): que levante la mano al que le parezca que Mi vecino Totoro es más triste que Bambi (*innumerables manos se levantan*); 5) esos títulos casi pastoriles, loas lisas y llanas: Puedo escuchar el mar, La colina de las amapolas, Se levanta el viento, Porco Rosso, (y un poético) etcétera.

Pero a este panegírico le falta lo esencial, que es visible a los ojos, con perdón de un principiante en El Principito: lo nítidamente relevante de este contrato firmado entre Ghibli y Netflix es que, entrando exhaustivamente en circulación vía Internet, el emporio ilusionista de Miyazaki & Compañía encontrará tal vez su espacio definitivo de exhibición en una nueva Gran Autopista de la animación popular. Es cierto que otro procedimiento nos hubiera gustado más a los rabiosos defensores de la pantalla amplia más que grande: un reestreno completo en cines antes de soltar las riendas del streaming. Pero abandonemos las entelequias en pos del optimismo. “Escuchamos a los fans”, dijo uno de los ejecutivos de los estudios cuando anunciaron esta catalogación total. Las evidencias son las películas: es una empresa “humanity-friendly”. Ghibli: de lo etéreo a lo pragmático, en pos de la esencia del cine convertida en una historia fantasmal de relumbres y sombras acogedoras.

INCORPORACIÓN DE TÍTULOS, MES A MES:

FEBRERO

El castillo en el cielo (1986), de Hayao Miyazaki

Mi vecino Totoro (1988), de Hayao Miyazaki

Recuerdos del ayer (1991), de Isao Takahata

El delivery de Kiki (1989), de Hayao Miyazaki

Porco Rosso (1992), de Hayao Miyazaki

Puedo escuchar el mar (1993), de Tomomi Mochizuki

Cuentos de Terramar (2006), de Gorô Miyazaki

MARZO

La princesa Mononoke (1997), de Hayao Miyazaki

Mis vecinos los Yomada (1999), de Isao Takahata

Nausicaä del Valle del Viento (1984), de Hayao Miyazaki

El viaje de Chihiro (2001), de Hayao Miyazaki

The Cat Returns (2002), de Hiroyuki Morita

Arrietty y el mundo de los diminutos (2010), de Hiromasa Yonebayashi

El cuento de la princesa Kaguya (2013), de Isao Takahata

ABRIL

Pompoko (1994), de Isao Takahata

Susurros del corazón (1995), de Yoshifumi Kondô

El increíble castillo vagabundo (2004), de Hayao Miyazaki

Ponyo y el secreto de la sirenita (2008), de Hayao Miyazaki

La colina de las amapolas (2011), de Gôro Miyazaki

Se levanta el viento (2013), de Hayao Miyazaki

El recuerdo de Marnie (2014), de James Simone e Hiromasa Yonebayashi

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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