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Cosas que prometí no decir | Conexión imposible

Cosas que prometí no decir | Conexión imposible

CONEXIÓN IMPOSIBLE

¿En verdad eres tan débil

que aquel tiempo de gracia no recuerdas?

Hugo von Hoffmannsthal, “Tiempo interminable”

Toda obra de arte, o intento de tal, es antes que nada un intercambio. Se intenta hacer circular como bien de cambio un plus, un resto subjetivo, privado, al que se cree intransferible por estar situado en algún recóndito fondo anímico-espiritual, pero que busca sin cesar, maniáticamente, su lugar, su canal de circulación para ser intercambiado. ¿Y cuál sería el otro bien del intercambio? Una recepción. En el acto más simple de esta circulación, que es el relato oral, aun en su mínima y hasta desprestigiada expresión –el chisme–, se busca intercambiar la posesión de algo; un plus o resto particular sólo en posesión de una subjetividad que intenta mediatizarlo y objetivarlo en relato, y para ello busca, en simultáneo, una audición o una escucha.

Un relato tal puede llevar a una tragedia. No otra cosa es el punto y más que el punto de partida de Otelo, que comienza con el relato de un chisme. Los celos forman parte primordial del eje perverso del relato.

Esto se extendió y horizontalizó a partir de la invención de la imprenta, produciendo lo que McLuhan en forma tan efectiva bautizara como “Galaxia Gutenberg”, y que por nuestra parte hemos extendido a una Galaxia hasta entonces no muy atendida, la “Galaxia Griffith”.

Con ella, ese plus expandió también esa necesidad de intercambio, ya que desde su propio inicio contó con una masa anónima creciente y mundial –doblemente anónima– de escuchas que debían transformarse de consuno en videntes.

Con ello, la trasegada y mal comprendida relación en el hecho estético entre producción y recepción se prestó desde el vamos a un improductivo tira y afloje polémico sobre las intenciones, o no, de un autor y artista en relación con la concreción material de ese plus; sea como relato, forma plástica o tectónica, danza, música, et al. 

Desde luego, con el cine todo esto llegó al extremo. Porque el cine es la manifestación más extremista y radical de la historia del arte. Lo que había sido decretado poco antes como disuelto en el aire, volvió a solidificarse. En tanto y en cuanto la díada producción-recepción se hizo parte de la misma cadena de circulación de bienes de la sociedad capitalista avanzada. Y no fue por ningún azar que la ahora puesta en momentánea boga periodística “escuela austríaca de economía” –mejor sería decir una vez más “escuela austrohúngara de economía”– acuñó contemporáneamente el concepto –ciertamente en oposición a la teoría económica marxista– del “valor subjetivo” de toda mercancía.

En medio de ese vaivén –puesto que el marxismo y sus avatares posteriores no se quedaron impávidos y comenzaron a operar también en los entresijos de la economía, conocidos con el nombre de “política”–, la “Galaxia Griffith” se vio sometida a tales simétricos embates. Sobre todo, luego de que fuera puesta en orden mundial por los grandes estudios de Hollywood, hacia 1930.

Por razones histórico-políticas cuanto anímico-espirituales, esto se dio conjuntamente, y tuvo como base una doble alianza diaspórica que, si bien ocasional, dio, como tantas veces en el devenir de las artes y de las formas (que incluyen la política), una concreta operatividad. De tal modo, el limbo pos romántico anterior fue, si no eliminado, sí superado y puesto a un costado.

Esto no duró hasta más allá de la mitad de los años sesenta del siglo pasado, debido a que no hubo –una vez más– “circulación de las élites”, al decir de Vilfredo Pareto. De tal modo, los grandes estudios familiares entraron en una crisis de heredad.

Durante esa década de caída del sistema “clásico”, que dejó detrás de sí a una de las formas del pensar y el poetizar más sólidas del siglo pasado –sino la única “construcción orgánica” como tal–, se buscó una suerte de respiración artificial, consistente en llenar los estudios de directores surgidos del teatro y la televisión neoyorquinas. Nada menos que buscar ayuda en sus enemigos históricos. 

Así, un grupo de mal intencionados “innovadores” destruyó el sistema clásico de producción; pero no sólo de “producción” en sentido material-económico, sino también anímico-espiritual, o ideario común.

Gentes como Lumet, Frankenheimer, Pakula, Mulligan, y un desgraciado etcétera se dieron a delirar un símil del cine europeo de entonces; sobre todo del producido en la doble vía París-nueva ola, Roma-neorrealimo. 

Y todo ello mientras los aprendices europeos cisatlánticos no hacían más que suspirar por filmar un film de género clásico. Tarea en la que, por lo general, fracasaron estrepitosamente. En cuanto al “neorrealismo”, se diluyó en comedias costumbristas de gruesa alegoría social, hasta acabar también con su propia deriva expresiva.

Lo sucedido entonces en Hollywood fue –para usar un símil histórico estilístico, creemos que transparente– como si a la pintura barroca se le hubiera ocurrido asociarse con decoradores rococó. 

Para seguir con otro símil –la historia tiene símiles o recursos, no repeticiones– puede decirse que las catedrales quedaron de pie; y que si bien no fue así con la continuidad de su construcción material, sí lo fue con su continuidad expresiva. En todo caso, hasta que las incendien, como sucedió recientemente con Notre-Dame.

Como reacción a este caos estilístico, o más bien puesta al revés del clasicismo, surgió lo que hemos llamado cine autoconciente. Éste apareció a fines de los años sesenta y como una respuesta polémica total al breve y lamentable intermedio de la generación televisiva-teatral anti Hollywood, y por cierto “progresista”; o lo que se entendía como tal por allí en aquellos años.

Uno de esos films pioneros de la autoconciencia –que cumple en estos días el medio siglo de su estreno– fue The French Connection de William Friedkin, que perimetró, rápida y rotundamente, el terreno. Corrió el arco y marcó la cancha.

No se trata aquí –o al menos no es lo que intentamos esta vez– de señalar su novedad técnica, su estilo semi-documental, ni menos el carácter de ambigüedad moral entre perseguidos y perseguidores, porque esto ya estaba en Esquilo. Lo visible es siempre lo más cómodo y complaciente a los ojos.

Sí queremos señalar una imagen-eje, un etymon espiritual y correlato objetivo de todo el film y de la naciente autoconciencia. ¿Qué es esa “conexión francesa”? Por cierto, una conexión imposible por diversas razones metafórico-dramáticas fáciles de develar en tal sentido. La imposible conexión, por polémica y opuesta, entre la tradición de Hollywood y los ejercicios infantiles franceses de aquel momento.

Un par de años antes, el joven Brian DePalma lo había puesto operativamente en símbolo en su film Sisters, sobre la base de esa metáfora de las hermanas siamesas –de habla francesa– seccionadas quirúrgicamente. Otra conexión imposible y que había que seccionar sin más.

En el film de Friedkin vemos a Popeye Doyle –es decir, ese “ojo inocente” de Hollywood– puesto a la intemperie, muerto de frío y comiendo una porción de pizza helada, que debe espiar a esos dos franceses que se zampan un minucioso banquete descripto con minucia: entrada, pieza de resistencia y postres. 

Tenemos también toda esa serie de vigilancias y persecuciones a una velocidad desenfrenada; escaleras que no terminan de escalarse hasta el final; francotiradores traicioneros; ¡sobre todo! esa usurpación del control de un tren en marcha (¿no dijo Hawks que “un film es un largo tren en marcha”?) por un francés que no sabe conducirlo; hasta ese final con la desaparición de esa “conexión francesa” que, como un fantasma, se ha evaporado entre los restos destruidos (¿o des construidos?) de una antigua fábrica (¿estudio?). 

Toda esta sucesión analógica, ¿no marca con delicada pero también brutal sanción simbólica, que esa intentada conexión francesa anterior no es más que una ilusión fantasmal, cuyos emblemas son dos tragones de comida suntuaria neoyorquina, y un maquinista usurpador de una General que no sabe qué hacer con esa máquina lanzada a toda velocidad? 

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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