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DOSSIER

Sobre Tiempo de valientes a 15 años de su estreno

DOBLES OPUESTOS Y FALSOS INOCENTES

Producida por Kramer&Sigman, 20th Century Fox Argentina y el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, Tiempo de valientes se estrenó en los cines argentinos el 29 de septiembre de 2005. Se trata del segundo largometraje dirigido por Damián Szifron, filmado y montado durante el intervalo entre la primera emisión televisiva de la segunda temporada de Los Simuladores y la de los diez episodios de Hermanos y detectives.

El elenco reúne a Luis Luque y a Diego Peretti como la dupla protagónica. Luque encarna al Inspector Alberto Díaz, bromea con llamarse Bruno, aunque su nombre se asemeja más al del mayordomo de Batman. A Díaz lo atraviesa una depresión desde que descubrió a su esposa engañándolo con otro hombre. Falta a su trabajo en la Policía de la Capital y se la pasa tomando pastillas para dormir, hasta que le asignan un nuevo caso para mantener su mente ocupada. En esta tarea lo acompañará el Licenciado Mariano Silverstein (Peretti), un psicólogo puesto en probation para absolver una vieja causa penal por haber atropellado a una señora. El Comisario de la Seccional (Martín Adjemián) le encarga a Silverstein que lo atienda en pleno campo laboral, no sin enfatizarle dos cuestiones: que es un favor personal, ya que el padre de Díaz era su amigo; y que por Ley dispone de su tiempo a voluntad, en un discurso burocrático similar a la invitación del Conde Drácula para que el joven Jonathan Harker ingrese a su castillo.

La primera sesión psicológica de Díaz aporta un diálogo de Silverstein con el que nos resulta ineludible la aplicación de algunas acepciones de Ángel Faretta en El concepto del cine. Sostiene el licenciado del film: “No hay tragedia… porque hay salida. Desde el momento que entendemos que hay una salida futura, el presente se nos vuelve menos trágico”. Solo con ver los siguientes quince minutos de Tiempo de valientes podemos asegurar que sí hay tragedia, porque las relaciones entre ciertos personajes se verán limitadas, y que la salida propuesta por el psicólogo pronto se verá expuesta por su falsedad.

Con la confesión de infidelidad por su esposa Diana (Gabriela Iscovich) y tras haber estabilizado las emociones de Díaz con su léxico, Silverstein se desplaza al estadio anterior de su paciente. A partir de esta inversión de roles, Szifron comienza a descartar temas con los que ya se había familiarizado en sus trabajos previos. 

La figura hitchcockiana del falso culpable podría volcarse en el personaje de Diego Peretti. Este psicólogo acusado de agredir a una mujer, cuando él asegura que ella misma se arrojó debajo de sus neumáticos, y que es sometido por un juez a una aventura no deseada. 

Sin embargo, le ocurrirá lo contrario. De a poco, se irá asemejando más al perfil del falso inocente, al estilo Manny Balestrero, que puntualizó Éric Rohmer en su análisis de El hombre equivocado. Silverstein cederá ante la fascinación de la maquinación diabólica y, atendido por un milagro, empleará elementos verticales para tomar distancia con las instituciones en las que tanta confianza había depositado, como Colin Farrell en Miami Vice y Al Pacino en Fuego contra fuego, pero eso lo desarrollaremos en los próximos párrafos. De las películas de Michael Mann nos ocuparemos en diciembre. 

Bueno, a todo esto también está el dispositivo del Uranio en clave de catalizador, o McGuffin, como en Tuyo es mi corazón. Algo que no se descarta del cine de Alfred Hitchcock, pero que es, por definición, una excusa en la trama para liberar temas de mayor envergadura.

Otro tema desviado por el realizador es el proceder operativo de los protagonistas a través de un artificio expuesto como el de Los Simuladores. Entre Díaz y Silverstein priman las soluciones azarosas, o al menos hasta que los dispositivos simbólicos dan un paso al frente. Hay buenas reminiscencias de la primera serie televisiva de Szifron, a la hora de forjar el vínculo profesional y amistoso de esta pareja digna de las buddy movies. Es decir, Silverstein usa una campera color blanco -tirando beige- que se la presenta mayormente en planos medios y cuesta distinguir si está usando algún piloto propio de un Simulador. La lluvia tan característica en las presentaciones de la serie marcará el quiebre de su estilo de vida, desde que invita a Díaz a su casa, hasta que este le presta la cama de la habitación del hotel en el que se aloja. Mismo debajo de las gotas, la Policía Federal le brindará a Silverstein un piloto con capucha que no guarda ninguna relación con los del reconocido cuarteto. 

De esta manera, Szifron se aleja de su serie, salvo por el cameo de Alejandro Awada, la condición camaleónica propia de Emilio Ravenna nuevamente instalada en Diego Peretti y los rasgos del personaje de Cacho Espíndola en la piel del padre de Díaz (solo lo vemos en la foto de una billetera, pero muchas descripciones mencionadas se relacionan con su personaje del episodio titulado Los Impresentables).

Si pensamos en El concepto del cine, el primer pilar de la tríada ejemplar en consolidarse es el fuera de campo. No solo porque Tiempo de valientes inicia con un plano en el que escuchamos las voces de personajes que no podemos ver, sino más bien por la aplicación narrativa de las mujeres en el relato. Escasean personajes femeninos en el film. Nunca se nos presenta la esposa de Díaz y, apenas nos enteramos de las acciones de Diana, ella desaparece de la pantalla para volver solo a una secuencia. Se habla más de ellas de lo que nos son mostradas. 

¿Tiene esto una finalidad pueril y machista, o los protagonistas toman impulso de dicha condición por catarsis? Nos inclinamos por lo segundo. 

Todos los hombres hablan del accionar de la esposa de Díaz como algo que oscila entre lo repudiable y lo doloroso, pero esto deja de suceder en el momento exacto que Díaz le confiesa a Silverstein que él también la había engañado en más de una oportunidad. Silverstein, por su parte, primero se responsabiliza porque le dedicó más tiempo a su trabajo que a Diana, después le dice muy soslayadamente a su inminente colega que él también tuvo sus historias. 

Esto podemos reflejarlo en los usos del fuera de campo cuando ambos las insultan. No lo vemos, ni lo escuchamos a Díaz cuando lo hace, pero la firmeza que hay en la puesta en escena para no mostrarlo es la misma con la que él declara verbalmente haberle hecho lo mismo a su esposa sin que ella lo supiera. En cambio, la discusión de Silverstein y Diana la presenciamos in media res y con un fuera de campo parcial, con la misma ambigüedad que el protagonista al hablar de sus historias con -tenemos que suponer- otras mujeres mientras mantenía una relación con su esposa actual.

La carencia de mujeres, omitidas polémicamente, engrandecen el fuera de campo de la película, por lo que la mínima presencia de una de ellas puede evidenciar los sentidos polivalentes de esta.

Y esto así sucede. Diana revela cosas que Silverstein no quiere que se sepan. Destacamos la fotografía de su esposo escalando una roca en Córdoba. Ella nos cuenta que él no se estaba arriesgando para nada, a una distancia de un metro y medio de la superficie, y que es un hombre muy frágil. Así podemos deducir que la foto, más que un instante privilegiado, escondía algo más (fuera de campo, de nuevo) y que Silverstein le teme a las alturas, o, si queremos, a las verticalidades. Y esto nos da pie para hablar de otra cara de la tríada ya mencionada.

Ya hablamos de lo que extiende al film más allá de lo que se puede ver, ahora ahondaremos sobre la presencia de lo vertical, aquello que irrumpe el horizonte de lo teatral y permite que el cine manifieste una de sus esencias heurísticas. Es a través de los ejes verticales que las películas tienen la oportunidad de presentar a la otredad en el cotidiano de los personajes. En Tiempo de valientes, las escaleras son fundamentales en una escala que pocas veces se ha presenciado en el cine contemporáneo. Estas escaleras se distinguen también por sus reapariciones, de maneras distintas y sin perder su condición básica, abriéndole paso al último rasgo de la tríada, que es el principio de simetría.

Los diferentes usos de las escaleras convergen ejes verticales con simetrías y están orientados por la presencia de nadie más y nadie menos que Mariano Silverstein, el Licenciado que promovía la supresión del elemento trágico en el comienzo del film. 

Habrá dos escaleras por bajar y una por subir.

El primer eje vertical está en las escalones del exterior de su casa. Mientras los desciende, el psicólogo le explica a su esposa por qué se ve en la necesidad de colaborar con la policía. Estos pasos a su vez lo dirigen al taxi que pontificará a su mundo herméticamente controlado con la inestabilidad de Díaz. Por otro lado, no dejamos de referirnos a una simple escalera, que, por simetría, encaja con la concepción de un índice, una escalera presentada en su condición real.

El segundo eje vertical, también descendiente, son las escaleras del refugio en Constitución del amigo de Díaz y su banda que roba vehículos. “Yo no tengo enemigos, Díaz”, le dijo Silverstein en una escena previa, antes de practicar disparos en la Asociación de Tiro y Gimnasia de Quilmes. No obstante, inmediatamente después de bajar los escalones en cuestión, el universitario en estado cannábico aprende a dar puñetazos en forma de tirabuzón. Algo que jamás había hecho y le servirá para cuando Lomianto (Ernesto Claudio) intente asesinarlo en su casa. De esa manera, las manos de Silverstein son desplazadas de su uso habitual (normalmente, para ilustrar sus gesticulaciones al hablar o cubrirse con bolas de pool) y las sitúa en una utilidad particular separada de lo usual. Se labra, a partir de ese eje, un ícono, un reconocimiento que después será habilitado para un determinado contexto.

El último y tercer eje vertical es el que dispone del potencial necesario como para volverse símbolo. Se trata de las escaleras del edificio en el que se esconden los antagonistas del así llamado Servicio de Inteligencia. La escalera de Constitución no le fue suficiente a Silverstein para dejar de definirse como el opuesto de Díaz. Al ser rescatado por Farina (Marcelo Sein) y Pontrémoli (Daniel Valenzuela), el dúo principal decide desprenderse de las instituciones para las cuales trabajan y comienzan a operar como un grupo de justicia paralela. Esto no es sacado de la galera, fue menester el secuestro de la mente criminal (Oscar Ferreiro) y la evasión de las mismas autoridades que se rehusaron a salvarles la vida.

Volviendo a estos últimos escalones, los protagonistas entienden que esta vez deben ascender con ellos porque es la verdadera y única salida para evadir a la Ley y así sabotear “una operación de peligrosidad internacional”. Para que el símbolo sea tal, es importante que estas escaleras se desprendan de su función icónica anteriormente señalada. Con esas escaleras, un personaje incorporó un nuevo aprendizaje ya explicado, pero estas últimas se transformarán en un helicóptero que es advertido iconográficamente porque ya es tiempo para que el uso particular de este frecuente elemento vertical trascienda en algo más. 

No es menor recordar que Farina y Pontrémoli son la causa de que Díaz y Silverstein acepten el caso. Los invitan a la película, por así decirlo. El helicóptero es el símbolo que une a aquellos personajes que fueron lanzados en un principio para actuar de manera dispersa. Une a la diégesis (Díaz y Silverstein) con otro fuera de campo constante (Farina y Pontrémoli) y los arroja, con solución de continuidad, en la planta nuclear donde se cometerá el gran delito. Además, es adentro de este símbolo donde Pontrémoli le explicará a Silverstein cómo se usa el arma con el que, eventualmente, el psicólogo revolucionado pinchará el neumático del camión que transporta Uranio: otorgándole un ultimátum a la conspiración que él consideraba una fantasía. 

“Todo es real”, le asegura a su esposa en un punto bisagra disfrazado de gag cómico. 

Ya comparamos a Díaz con el hombre murciélago, otro practicante de la justicia en modo transversal. En el caso de Silverstein, la primera alusión cinéfila que se nos viene a la cabeza es el apellido de Joel Silver, productor de films con estados de transparencia similares a este, como Arma mortal, Duro de matar y Dos tipos peligrosos. Menos la del medio, en todas coincide el nombre de Shane Black en los guiones, aunque su amigo Joel lo invitó al set de la película de Bruce Willis y no cuesta pensar que algún aporte habrá realizado. Los guiones de Black se distinguen por tratar temas con notable grueso dramático, combinados con una clara predominación de dosis cómicas. 

En casi toda masterclass (tomen como ejemplo, si gustan, al audiocomentario en blu ray de Iron Man 3 con Drew Pearce), Shane Black indaga sobre cómo el esparcimiento de conflictos divergentes, incluso después de hacerlos coincidir coherentemente, es una gran herramienta para esconder componentes que en un primer visionado parecen menudencias, pero que, con eventuales revisiones, se comprenden como claves para expandir los sentidos de las obras y engrandecerlas a través de múltiples lecturas válidas.

En toda realización audiovisual con la firma de Damián Szifron podrán encontrarse con este tipo de narración. Tiempo de valientes no es la excepción. Nunca lo fue y, a quince años de distancia, se la puede apreciar con un goce superior al del encuentro inicial.

© Lucas Manuel Rodriguez, 2020 | @LucasManuel94

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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