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[19] BAFICI | Día 8 – Críticas 1

[19] BAFICI | Día 8 – Críticas 1

Críticas del miércoles 20 de abril.

 

Raídos, de Diego Marcone (2016 – Competencia Argentina), por Matías Orta

La yerba mate es una planta indispensable para los preparativos de infusiones que ya son parte de la identidad argentina. La industria yerbatera es enorme, y comienza con la cosecha de esta planta, en Misiones.

Raídos se centra en la nueva generación de recolectores (se les dice taraferos) de los alrededores de la ciudad de Montecarlo, fundado por taraferos de una camada anterior. La cámara sigue a un puñado de estos jóvenes, en su rutina laboral, que comienza de madrugada, y también durante otras actividades y ratos de ocio. Varios de ellos dejaron la escuela para trabajar, otros desperdiciaron alguna buena oportunidad en el camino, y también hay un muchacho que quiere terminar la secundaria para tener un porvenir diferente.

El director Diego Marcone logra un documental de observación, sólo recurriendo pocas veces a testimonios  (lo mínimo para enmarcar determinas situaciones). Registra los movimientos de los jóvenes día, tarde y noche, con sol, con frío y con lluvia, sin caer en juicios de valor ni en tono de denuncia.

Otro punto alto es la calidad cinematográfica. La fotografía y el diseño sonoro la sacan de formatos más convencionales y potencian la ambientación, de manera que el espectador puede involucrarse aún más con lo que se cuenta.

Raídos muestra cómo vive (y sobrevive) un grupo de personas lejos de las grandes urbes, retratando el costado más humano de una industria de grandes proporciones.

calificacion_4

 

 

 

Hijos Nuestros, de Juan Fernandez Gebauer y Nicolas Suarez (Argentina, 2015 – Pasiones), por Carlos Federico Rey

La tristeza se revela inmediatamente en Hijos Nuestros ante ese primer plano, compuesto como doble encuadre delimitado por el parabrisas del auto, donde vemos a Hugo (gran tarea de Carlos Portaluppi) un taxista con rostro cansino, vencido y derrotado, en el devenir de su tarea monotemática y a repetición construida por agiles elipsis por Gebauer y Suarez. Un mundo gélido y vacío, solo parcialmente ocupado por una pasión desbordada por San Lorenzo de Almagro, eje central del corazón del personaje de la película.

Como en toda película que entienda el clasicismo, los personajes cambian, se modifican. Hugo comienza a cambiar cuando conoce a una madre con su hijo interpretados por Ana Katz y Valentín Greco. El acercamiento se produce más por el interés de ver al chico jugando al fútbol de manera amateur que una posibilidad sexual con la madre (de hecho una escena de Hugo, fetichismo sexual incluido, con una prostituta nos deja claro eso) y nos va revelando partes del pasado del taxista, ex jugador profesional de San Lorenzo caído en desgracia por una lesión y sumergido en la frustración de lo que pudo ser pero no fue.

Los directores acompañan a Hugo cámara al hombro, desde atrás, como los hermanos Dardenne en El Hijo, ante cada momento de la revolución interna que vive; insiste que el chico mejore futbolísticamente dándole consejos, lo lleva a probar a San Lorenzo. Julián es la válvula de escape para concretar lo que él no pudo ser y su deseo que el joven concrete su chance es ferviente. Su pasión por los partidos de San Lorenzo y por consolidar al chico como jugador imposibilitan cualquier acercamiento a la madre que lo termina rechazando aunque ante el fracaso y el golpe (literal) vemos que la revolución personal está hecha. Este divertido personaje que pudo convertir un bodrio de iglesia en una genial canción de cancha se modificó, se movilizo. Ese plano final con él trotando, cuesta arriba, ya sin la cara triste del primer plano hizo valer el viaje, y puso nuevamente a funcionar la maquinaria de sueños de la vida.

calificacion_4

 

 

 

Francofonia, de Alexander Sokurov (Francia/ Alemania/ Países Bajos, 2015 – Trayectorias), por Emiliano Fernández

El arte durante el genocidio.

Nunca está de más aclarar que el principal interés de los europeos pasa por los propios europeos y su idiosincrasia colonizadora, capaz de incorporar culturas y explotarlas a gusto. Una prueba indiscutible de este ombliguismo de pulso maquiavélico es el coleccionismo artístico, el cual desde tiempos inmemorables constituyó una de las características más importantes de los regímenes del Viejo Continente: por supuesto que en esencia hablamos de la “dialéctica del museo”, léase la tendencia a rapiñar obras de civilizaciones ancladas en territorios muy lejanos para inventariarlas y eventualmente sumarlas como ingredientes exóticos a una antología suntuaria de un rubro en particular. Ahora bien, el hurto del patrimonio cultural tiene su contracara “positiva” ya que -como aducen sus campeones- efectivamente muchas veces los países productores no cuentan con este respeto fetichista.

La cumbre de la lógica museística sin duda es el Louvre, un ejemplo inabarcable tanto en materia de las colecciones que ofrece al público como en lo que atañe al palacio en el que están situadas. En Francofonia (2015) Alexander Sokurov combina el análisis del estatuto social del museo con la revisión del rol del arte en general durante períodos en los que priman la hambruna y el genocidio, y para ello apela -una vez más, como buen intelectual de corazoncito europeo- a la Segunda Guerra Mundial, esa suerte de “significante vacío” al que algunos nativos de la región aun hoy suelen recurrir para victimizarse a través de su árbol genealógico y de paso olvidar todos los conflictos posteriores que los tuvieron como victimarios. Así las cosas, el director se ubica en un espectro cualitativo intermedio entre la desastrosa Fausto (Faust, 2011) y su obra maestra El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002).

De hecho, la película que nos ocupa debe ser leída como un corolario conceptual de aquella epopeya -de una sola toma secuencia- filmada en el Palacio de Invierno del Museo del Hermitage de San Petersburgo: si bien aquí Sokurov deja de lado el formalismo y se concentra nuevamente en una mixtura inconexa entre ficción y documental, el enfoque sigue siendo el mismo y apunta a unificar diferentes elementos del cine de Andréi Tarkovski, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. El mayor problema de Francofonia es que divaga mucho alrededor de una retórica autoindulgente que debería ser empleada para sacarle provecho al tópico en cuestión, un rasgo recurrente de buena parte del trabajo del realizador hasta la fecha (basta recordar los dislates en loop de toda su “tetralogía del poder”). Una poesía de poco vuelo y algo redundante ocupa el lugar de los datos fácticos.

No obstante, y como suele suceder con las propuestas del ruso, la profusión de técnicas involucradas en el apartado visual compensa en gran medida los clichés que se esconden detrás de la dimensión del contenido. A decir verdad Sokurov por momentos consigue atrapar al espectador con sus especulaciones en torno a lo que podría haber sido el encuentro entre las autoridades alemanas y francesas en aquellos primeros días luego de la invasión nazi a París; a lo que se suma una serie de comentarios hilarantes vía la aparición de Napoleón Bonaparte, artífice de muchas campañas militares que poblaron las salas del Louvre. Francofonia, al igual que otros opus del director, se presenta como una creación rupturista para con el conservadurismo del séptimo arte, pero en realidad funciona como una continuación apenas decente de la vanguardia iconoclasta de las décadas del 60 y 70…

calificacion_3

 

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