A Sala Llena

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Corazón valiente

Corazón valiente

Recién acabo de regresar del Village Recoleta. Fui a ver Gilda, no me Arrepiento de este Amor. Me costó decidirme porque sabía que la película me iba a pegar. Estuve un rato largo dándole vueltas al asunto, pensando si me mandaba sola o esperaba a que el Chuchi volviera de laburar. Pero como hace días que la voz de Bowie resuena en mi cabeza con la frase “El infierno es vivir con miedo”, decidí ir a verla, envalentonada por el hecho de que tenía hambre y en casa no había un carajo para comer. Iría un rato antes, me tomaría un café, comería un sandwich, compraría algún libro y me mandaría. Lo de siempre; esa cosa que hago cuando voy para el Village y me encanta.

La cuestión es que, una vez allí, la ansiedad arrancó a subirme de manera llamativa, así que, aún cuando estaba con buena carrera tomada, no me hice la boluda y me clavé un Rivo…, por si las moscas.

Bien podría haberme clavado una pastilla Valda porque, qué puedo decir, la cuestión se me puso bien peliaguda, y del plano de arranque (exquisito por cierto) no me recuperé por largo rato.

Hablemos un poco de la película: bien filmada, con amor al cine de Favio, de Scorcece, de Oliver Stone… Es una gran cinta, llena de respeto, llena de cariño. De extrema corrección visual, de conceptos bien articulados, motivaciones claras y gran despliegue de belleza y sensibilidad. Sí tiene sus solemnidades, sus lugares comunes, sus temas estereotipados o sobrevolados, pero a la larga nada de eso importa, porque la emoción que habita a esta película es tan suprema, tan sobrecogedora, que se lleva todo puesto. Y si bien yo sabía que la cuestión me iba a arremeter heavy, no esperé tanto. Con pasta y todo encima, el film me ungió en un estado de carne viva tal, que me dejó verdaderamente indefensa.

La cinta ES Oreiro. Oreiro que, por primera vez, parece habitada por algo fuera de lo común, Oreiro que de alguna manera, canalizó a Gilda de una forma tan espeluznantemente innegable, como el hecho de que esta es su película consagratoria.

Natalia siempre tuvo ángel, pero es una actriz que a veces sufre los rigores de la falta de red de una educación técnica. Aun así, nada que haya hecho ha pasado jamás desapercibido, por esa potencia arrolladora que siempre parece moverla. Algo inconfundible, del terreno de lo que no se aprende, sino de lo que se trae de nacimiento.

Pero esta vez, esta vez lo que sucede es algo muy diferente.

La película, sin lugar a dudas, convoca algo de eso a lo que no podemos ponerle nombre. Natalia se transforma. Jamás, jamás, jamás, la vi vivir en la pantalla como vive ahora. Parece habitada por algo diferente, de un poder tal, que emociona hasta las lágrimas, a veces, sin tener una razón de peso: una mirada, una inflexión de la voz, una sonrisa, un acorde de guitarra. Gilda está en la pantalla, con una audacia, con un poder, con una verdad tal que deja de una pieza.

“Que las hay, las hay”, dicen algunos. “Creer o reventar”, dicen otros. Y algunos confían en la dulce compañía del Ángel de la Guarda. Todos misterios.

¡Y vaya si esta película tiene misterio!

Por momentos creía que reventaba, y que tendría que irme de la sala. Pero entonces Gilda cantaba alguna canción, y me entraba una alegría indescriptible. Unas ganas de bailar casi imparables. De hecho varias veces hice palmas y me moví y balanceé sentada en la butaca, como quien espera que la saque a bailar el chico que le gusta. Una algarabía eufórica que volvía a trocarse en miedo, en profundo contacto con lo misterioso, cuando las canciones terminaban.

Sí, sí, sí, ya sé que yo estoy medio tocameuntango, pero esto me sucedía, tan innegablemente como que los bordes de mi percepción de la realidad son un poco más laxos que los de los demás. Tal vez esté demasiado entusiasmada, pero no por eso es menos vaporoso lo que me ha acontecido.

Salí de la sala flotando como si levitara. A Claudio, el chico al que le pedí que me acompañara a tomar un taxi, le agradezco de corazón el no haberme dejado sola. Estaba en verdad conmovida y al borde del brote. Tenía la necesidad de saber que se me percibía, que no iba a desvanecerme como un fantasma.

Sentía en mí el avasallante misterio que atiza la película. El amor candente entre lo que vemos y lo que no, que domina la escena magistral y ancestralmente. Tenía las piernas leves y me parecía que levantaría vuelo, pero ya en el taxi, pude calmarme y volver a mí.

La película es imparable.

Roly Serrano y Diego Cremonesi aparecen poco en pantalla, pero ambos son dos bestias inconfundibles de cine. Dos magnéticos, dos tocados por la varita mágica.

Párrafo aparte merecen la recreación de época y la fotografía.

Gracias Lorena Muñoz por esta película sobrenatural. Por esta película inolvidable.

No me arrepiento de este amor.

Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo

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