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CRÍTICAS - LIBROS

Lecturas y relecturas: Rusia como personaje

RUSIA COMO PERSONAJE

En una de las tantas novelas breves que escribiera Iván Turguéniev, “La desdichada” (1), se exhibe diríamos que con carácter ejemplar, uno de los ejes temáticos de la novela y del teatro rusos del siglo diecinueve, y poco más.

Esto, que sepamos, fue acuñado como casi todo en su literatura, por Pushkin en su novela en verso “Eivgueni Onieguin”, vuelta luego una extraordinaria ópera por su paisano Tchaikovski.

¿Cuál es este tema? El tedio. Pero el tedio que asalta a cierta aristocracia terrateniente rusa, que siempre apuntaba para “algo más”, pero que mirando con un ojo a occidente, o más bien a cierta parte de la Alemania hegeliana, se pierde en nubes plúmbeas, divaga en peroratas y malgasta su tiempo y la Rusia real -más que nunca carnal- está allí a su lado.

Esta Rusia se llamó Tatiana, Olga, Lisa, luego será Nina en “La Gaviota” destrozada por un mero experimento literario. A veces se llamó Natasha y logró que este ruso en las nubes bajara a tierra y la hiciera suya. Claro que tenía que mediar aquí toda una guerra, Napoleón Bonaparte y hasta el incendio de Moscú.

Turguéniev que inventara tantas cosas y que fue -que sepa- el escritor que no fallara en ningún género que intentara -relato, novela, teatro, ensayo y hasta poema en prosa- acuñó también el nombre del carácter principal de este tipo de ficción, “el héroe superfluo” en una de sus novelas, publicada en 1850, precisamente con el título de “Diario de un hombre superfluo”.

Claro que fue antes Onieguin (1837), luego “Oblomov” (1859) en la novela homónima de Iván Goncharov, llegando aquí a rozar el absurdo con su protagonista que no sale de su habitación y casi no abandona su cama.

Se llamó Pierre Bezújov en “Guerra y Paz” (1869), aunque aquí Natasha lo curara -por eso Tolstoi lo hizo miope y afrancesado de nombre-; y fue después su lado más oscuro con el Trigorin en Chéjov quien lo hace escritor en “La gaviota” (1896); quizás para que –paulinamente- el espejo fuera más oscuro y enigmático.

En Turguéniev se le llamó de varios modos. En “La desdichada” (1868), por ejemplo, su autor lo divide en dos subtipos del mismo patrón. Una variante del tema y mitologema del doble, y una más del “héroe superfluo”.

Como otras veces (“Primer amor”, Torrentes de primavera”) Turguéniev comienza su relato mediante una rememoración llevada a cabo por alguien al final de su vida y narrada para sí, o como –en este caso- a otros contertulios ocasionales.

Quién aquí narra se llama Piotr y cuenta lo que un viejo conocido suyo hizo, o más bien no hizo por la que será fatalmente “La desdichada”. Aquí esta Rusia-mujer se llama Susana y el héroe superfluo Fustov.

Pero la variante estilística consiste en que quien relata podría haber modificado los acontecimientos que llevaran a la joven desdichada a su terrible final.

El lector, como en los mejores relatos, tiene la posibilidad de saber o comprender más que el propio narrador. Puesto que éste por cobardía, falta de perspectiva, conveniencias de la reconstrucción retrospectiva, compensación imaginaria, lo cuenta a su manera. Como la figura de su doble es minuciosamente pasiva y sin matices, puede pensarse que Piotr no nos dice la verdad o toda la verdad.

Que sepa, tan sólo en siete oportunidades Turguéniev ensayó el relato decididamente fantástico (2). Aquí en esta “desdichada” -como luego lo practicará a veces Henry James, que lo admiraba tanto- lo hará de manera oblicua; sin recurrir a la otra dimensión paralela ni al doble escindido como monstruo o fantasma. Salvo -y creo que es posible- que para nuestro autor seamos todos unos fantasmas con pretensiones de realidad.

Iván Turguéniev (1818-1883) es un escritor, un narrador extraordinario siempre puesto un tanto al margen por las sombras mayores de Tolstoi y Dostoievski. Como así también situado en una curiosa tierra de nadie entre los grandes iniciadores, Pushkin y Gógol, cuanto de aquellos que vinieron después; sobre todo Chéjov.

Breve, Turguéniev es un escritor hasta incómodo (él, que enorme de talla y peso se avergonzaba hasta de no caber en las camas dispuestas por sus anfitriones) de ubicar estilística y hasta ideológicamente. Se lo llama a veces, siguiendo los cartabones de sus más acérrimos enemigos (con el oscuro Dostoievski a la cabeza, que lo odiaba), un “occidentalista”, es decir un cierto o supuesto partidario de la introducción en Rusia de la cultura europea la que siempre era -¿y sigue siendo?- vista allí con extrema suspicacia.

Otros lo ubican como un “liberal” sin más. Es decir, su supuesto occidentalismo sería tan sólo la traducción modo sui de su liberalismo político. Otros -como el muchas veces insufrible Nabokov- se lo sacan de encima en sus “lecciones de literatura rusa”, con el sonsonete de “autor menor”, simpático, escritor fino, pero… Parece que propios y ajenos no saben qué hacer con su enorme figura, voluminosa en su físico como en la extensión y hasta variedad de su obra que incluye hasta conferencias como la notable “Hamlet o Don Quijote”, dueto extremo que parece ilustrar las vísperas literarias de ese “héroe superfluo” ruso…

Turguéniev parece una figura poco rusa en cuanto a lo que los occidentales entendemos, se nos hace entender, o tal vez queremos entender tan sólo de aquella cultura. No casa con las locuras místicas y sociales bajo cuerda grotesca de Gógol; ni con las extravagancias de Dostoievski al que debido a su estilo tartamudo y caótico cualquiera puede atribuirle cualquier cosa y toda intención posible. Tolstoi se nos escapa hacia las cumbres de su genio además de embutirse en sus propiedades de Iasnáia Poliana. Chéjov es posiblemente uno de los más queribles autores de todos los tiempos. Posiblemente también sea el otro gran dramaturgo de los tiempos modernos y ello ha contribuido a su universalidad o popularidad, o como quiera llamárselo.

Pero Turguéniev… No tuvo grandes visiones, ni fue epiléptico. No intentó fundar religiones. No tuvo grandes pasiones y la única que tuvo fue patética y parece extraída de alguno de sus relatos.

Algo incómodo en sus movimientos físicos como en sus amores un tanto ridículos, no posee personajes-fichas como los Karamázov o Ana Karenina –amén de la enorme diferencia de calidad entre ambas-, y sigue al parecer sin caber en ningún lado.

Las obras narrativas de Turguéniev se mueven a sus anchas dentro las maravillosas fronteras del tipo de relato que en ruso se llama “Póvesti” y es más conocido por sus nombres en francés –nouvelle, y también en italiano –novella-: de allí es originario tanto el nombre, como el tema y la forma.

En todas estas novelas breves como en sus relatos, o cuentos en sentido estricto, así como en sus obras teatrales (como “Un mes en el campo”), Turguéniev prosigue el motivo inaugurado por Pushkin del “héroe superfluo”.

La paradoja es que para cualquier lector entrenado –digamos de lectura diaria y desde siempre- su estilo es maravilloso, fluido, sus descripciones perfectas, su ironía cultivada y fina y jamás agresiva.

Es posible que contara varias veces la misma historia; desde luego eso no es un demérito. Georges Simenon ha hecho algunas veces lo mismo en sus ciento y pico de novelas “del destino”, y a cada lectura y relectura de sus obras se confirma y afirma su lugar como uno de los más grandes narradores del siglo pasado.

 

1: traducida al castellano por primera vez en una excelente edición. Traducción de Luisa Borovksy. Editorial La compañía. Buenos Aires. 2009.

2: en el volumen titulado en ruso “Klara Milich”, traducido como “Cuentos extraños” por editorial Bruguera en 1984.

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