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En busca de la cinefilia perdida (4) | El toque perverso

En busca de la cinefilia perdida (4) | El toque perverso

EL TOQUE PERVERSO

En Mar del Plata me tocó coordinar un taller de crítica con Chiara Marañón, programadora de la plataforma Mubi. Suelo hacer algo parecido en la FUC durante el Bafici, pero esta vez se agregó un elemento curioso: los participantes eran al mismo tiempo integrantes de un llamado “Jurado Joven”, que debía otorgar un premio a una de las operas primas extranjeras que participaban en las competencias del festival (eran siete películas). El taller fue una grata experiencia, duró cuatro días y uno de ellos estuvo dedicado a la deliberación, pero antes les pedimos a los seis talleristas (horrible palabra) que llegaran a Mar del Plata con las películas vistas y con un texto breve sobre una o varias de las películas en cuestión.

Uno de ellos, el crítico cordobés Ramiro Sonzini, eligió hablar de dos films, Casanovagen, de la directora alemana Luise Donschen, y Fausto, de la canadiense Andrea Bussman. A partir de ellas, desarrolló una idea sobre cierta tendencia en el cine contemporáneo. Trataré de resumirla brevemente. Ambas películas están compuestas por fragmentos unidos por un hilo tenue: en un caso se trata del deseo sexual, vinculado vagamente con la figura de Casanova, en la otra por la presencia del diablo en historias que distintos personajes narran a la cámara en una paradisíaca playa mexicana. Una de las viñetas o episodios de Casanovagen muestra a una científica que registra en la computadora los movimientos de aproximación entre un pajarito macho y un pajarito hembra. Sonzini dice que las películas se parecen a este experimento, en el sentido de que alguien lo diseña y después se observan los resultados. Esa escena, dice Sonzini, es una metáfora de la película y de otras en que el lugar del espectador queda reducido a “desentrañar el funcionamiento de ese sistema que es la película, a tratar de entender conceptualmente de qué manera se intentan conectar cada uno de los fragmentos que componen el todo, lo que vuelve la experiencia cinematográfica más distante y gélida. La actividad del espectador a la que estas películas invitan se parece bastante a la de la científica que no hace otra cosa que contabilizar monótonamente los movimientos de los pajaritos mientras intentan copular sin éxito.”

Sonzini habla de un cine en el que cada película es “un juego de mesa diseñado por el realizador de tal modo que este siempre gana”, porque el crítico no tiene manera de poner a prueba su experimento y su papel se reduce a describirlo en sus propios términos. El texto de Sonzini era una refutación de Casanovagen y de Fausto, pero ocurrió algo inesperado: las dos películas ganaron en sus secciones respectivas, Estados Alterados y Competencia Latinoamericana (en cambio, el Premio Joven fue para Terra Franca de la portuguesa Leonor Teles). ¿Quiénes eran los jurados que premiaron a Casanovagen y a Fausto en sus secciones respectivas? Bueno, eran programadores (cuatro de los seis) y cineastas experimentales (los dos restantes), mientras que entre los miembros del jurado joven estas categorías no estaban representadas. La muestra estadística no es suficiente para establecer una regularidad, pero creo que se puede sugerir que películas como Casanovagen y Fausto representan un cine que apela a una nueva forma de cinefilia, que podría llamarse la programo-cinefilia. Me parece que hay un universo de películas que comparten cierto desapego con sus imágenes, a las que organizan mediante procedimientos más o menos conceptuales y en las que se rompen algunas costumbres del cine anterior. Este post-cine no tiene personajes ni un espacio muy claro y su narrativa débil reúne fragmentos disjuntos. Es un cine que deriva en buena medida de las artes plásticas, de las que ha aprendido el arte de la cita y el blindaje contra la crítica, que no tiene como penetrar en sus códigos cerrados y arbitrarios. Es un cine para la era de los curatorial studies, es decir, un cine para la era de los programadores que es la actual.

Ocurre que los programadores han aprendido a reconocer ese cine y a difundirlo, conocen el santo y seña de una religión semiclandestina cuyo dogma no ha sido todavía formulado con precisión, pero en la que los fieles se reconocen. La tribu de los programadores ha desarrollado la habilidad para identificar esas películas que impresionan como originales porque sus estructuras son herméticas y personales. Pero el trabajo de los programadores no es el de descifrar el código (como era, aproximadamente, el trabajo de los críticos) sino el de advertir que lo hay, que existe y que, por lo tanto, se trata de un film programable. Hay cierta elegancia en esa abstracción poco comprometida con el mundo y con el cine, que toma a ambos como materiales para sus rompecabezas. El cine de programador es frío y parece llegar cuando se han apagado las emociones asociadas al cine tradicional y solo queda tratar con ellas como residuos, como fichas inertes para ser utilizadas en el juego. Eso pasa con Casanova y los deseos en Casanovagen, con el diablo y las leyendas en Fausto: son citas literarias, restos de una cultura dada por muerta, que solo sirven hoy para ser recuperados como abalorios. Aunque las películas, a cambio de hacerse impersonales y distantes, necesitan de algo más: un nombre que resuene como Casanova, un paisaje atractivo como el de Oaxaca, un tema candente o arriesgado, algo más.

En Mar del Plata creí encontrar una pista sobre ese algo más. En Introduzione all’oscuro de Gastón Solnicki, el realizador homenajea a su amigo Hans Hurch, ex director del festival de Viena que murió repentinamente el año pasado. En un momento, la película recupera un audio con la voz de Hurch, quien aconseja a Solnicki cuando está montando Papirosen, una película sobre su familia filmada lo largo de muchos años. Hurch dice algo así: “Acá hace falta algo perverso. Así es una típica película sentimental sobre la familia del director”. Es una frase muy interesante, pero ¿qué sería ese toque perverso? La frase se puede interpretar de muchas maneras pero, en este contexto, alude a una intervención del realizador para que su material revele algo que sería invisible si las imágenes no están montadas con esa segunda intención perversa. La idea de que a las imágenes se les debe dar un sentido del que carecen subyace el consejo de Hurch, pero se conecta también con las películas de las que hablamos más arriba, cuya calculada disociación rechaza la aproximación del espectador. No hay nada en ellas que pueda ser acusado de sentimental, pero allí lo perverso está dado por un clima misterioso, ligado al enigma sobre su propia naturaleza porque estamos en manos del autor, amo absoluto de unas imágenes que pueden desembocar en cualquier parte. Producir incomodidad ante algo que veladamente insinúa la pantalla es una manera de describir el toque que Hurch le sugiere a Solnicki, algo que lo despegue del sentimentalismo pero tampoco vaya en el sentido contrario, como la propia película de Solnicki sobre Hurch, que demuestra que el director había captado la idea: ese toque también está en Introduzione all’oscuro.

No vi muchas películas en Mar del Plata, pero hubo dos que me parecieron ejemplares de una idea del cine completamente opuesta a la del toque perverso. Una fue Monrovia, Indiana de Frederick Wiseman. La otra, Classical Period de Ted Fendt. La primera es un documental sobre un pequeño pueblo conservador del medio oeste americano, la segunda es una ficción (pero no tanto) sobre un grupo de intelectuales marginales de Filadelfia que leen a Dante y discuten todo tipo de cuestiones eruditas. Wiseman, un liberal de izquierda, no está cerca de esos votantes de Trump, mientras que Fendt filma a sus amigos, que se le parecen bastante. Pero en ninguna de las dos películas hay otra manipulación de las imágenes que la que contribuye a darle organicidad y ritmo al montaje final. No hay “toques”, no hay elementos que busquen convertir a las películas en algo más complejo, sofisticado o enigmático de lo que son. Son parte de ese cine viejo que precede al cine de programador. Aunque todavía se programen porque Wiseman es un anciano venerable y Fendt un joven radical. A su modo, tienen el atractivo de lo extraordinario (la de Fendt está filmada en 16 y se proyectó en ese formato). Pero ¿qué toque perverso admitirían Monrovia, Indiana o Classical Period? ¿La revelación de un asesinato, una cámara sorpresa, una música efectista?

Otra película representa para mí esa misma fidelidad del cine a una realidad ambigua por su naturaleza pero no opaca por decisión del director. Es, justamente, Terra Franca, otra ficción muy cercana al documental cuyos protagonistas son una curiosa familia que vive cerca de Lisboa, donde el padre es un viejo pescador fotogénico y desocupado, mientras la madre mantiene la casa con su bar y una de las hijas está por casarse aunque no está segura. La película se siente cómoda entre sus personajes sencillos pero para nada lineales, a media agua entre un mundo tradicional y otro que llega inexorablemente como en los films de Ozu. Hay un gran placer en la película, que se aparta del costumbrismo hasta en el uso de la música (hay una clase magistral sobre cómo usar un tema de Otis Redding) y es absolutamente noble, pero está lejísimos de ser edulcorada. En el fondo, la tarjeta postal familiar que Hurch temía de Solnicki es la otra cara de la moneda de un cine enrarecido a propósito para resultar atractivo y programable ante los ojos de quienes están enterados de que el cine es historia antigua, y que como tal debe tratárselo para utilizarlo en esa gigantesca instalación museística en la que se van convirtiendo las películas y los festivales mismos.

 

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