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CRÍTICAS - SERIES

Carmel: ¿Quién mató a María Marta?

UN POLICIAL

Como se sabe, existen dos grandes tradiciones en el género policial, tanto en la literatura como en el cine. Aún a riesgo de caer en clasificaciones esquemáticas, es fácil identificar en una película o en una novela policial si la idea es enfatizar la intriga y la argumentación lógica en la investigación de un crimen (escuela inglesa) o, en cambio, si lo que se busca es retratar a través de un relato criminal cierto entramado social y un ambiente de corrupción moral o institucional (escuela norteamericana). Uno de los aspectos más interesantes de Carmel: ¿Quién mató a María Marta? es que se hace cargo de ambas tradiciones, tomando varios elementos característicos de cada una y logrando una obra sólida, atractiva, llena de matices y muy entretenida. Tal vez, la inclusión de dos escritores dedicados al género policial sea una forma de evidenciar la filiación genérica de la serie, lo que hace que las intervenciones de Claudia Piñeiro y Guillermo Martínez sean más que pertinentes, aunque claramente las de Piñeiro son muchos más interesantes y reveladoras que las de Martínez. 

Lo que acabo de decir en este primer párrafo puede parecer una obviedad, ya que de alguna manera todos los documentales que responden a la idea de lo que se llama true crime son herederos del género policial y posiblemente la mayor parte de ellos toman elementos de ambas formas de concebir el género. Incluso podríamos decir que esa filiación genérica ya está fuertemente establecida en las dos novelas de no-ficción del Siglo XX que inauguran el género en la literatura: Operación Masacre y A sangre fría. Lo interesante de Carmel: ¿Quién mató a María Marta?, sobre todo en el contexto actual de los documentales televisivos en la era de la hegemonía de las plataformas, es que sus virtudes son las que supimos admirar a través de estos más de 100 años de historia del cine, en sus mejores exponentes, y no tanto las de la televisión y ni siquiera las de la literatura. Creo que esta serie no sería tan estimable y poderosa si no hubiera detrás de las cámaras un director de cine y una productora de cine. No se trata de establecer acá una cuestión de jerarquías. No me corresponde decir si el cine es superior esteticamente a la televisión. En todo caso, quiero señalar que la visión de Carmel: ¿Quién mató a María Marta?, un producto televisivo eficaz y muy logrado, me hizo pensar, paradójicamente, que el lenguaje del cine todavía tiene herramientas para sostener una narración que apunte a un público masivo. Es muy posible que estemos presenciando el fin de la hegemonía del cine como creador de relatos. El cine parece ser, ahora sí, un arte del pasado. Sin embargo, su historia es tan nutritiva y numerosa, que sus ecos seguirán acosando a los productos pensados para otros formatos. La precisión con la que Alejandro Hartmann maneja las distancias con sus entrevistados, la elección de los encuadres para no imponer un juicio pero al mismo tiempo evidenciar la capacidad para observar detalles notables en cada personaje, la dosificación precisa de la información sin caer en trampas ni falsas intrigas, la fluidez con la que el relato logra evadirse de la línea narrativa principal para mostrar detalles que podrían parecer insignificantes pero terminan siendo inolvidables, todo eso es algo que le debemos más a las buenas películas que a la buena televisión. Por ejemplo, sospecho que la escena de la discusión sobre el aire acondicionado no hubiera sucedido en un relato televisivo sin un director de cine a cargo del proyecto. 

Como en otras series o películas de Netflix y en otros productos contemporáneos, acá también hay planos rodados con dron, música incidental para acentuar los momentos dramáticos o de suspenso y recreaciones ficcionales de hechos reales sobre los que no hay testigos. Pero Hartmann y la producción tienen el mérito de la moderación y la justeza. Se aprovechan de esos recursos, convertidos a esta altura en vicios y lugares comunes formales, pero no pierden de vista nunca que esos artificios, en exceso, podrían hacer perder la potencia cinematográfica inherente a la ambigüedad de lo real.

Además, como relato policial, este tiene una particularidad: no hay resolución. Y eso no es un problema, sino todo lo contrario. En cierto sentido, pasa algo parecido a lo que sucede en dos grandes películas de las últimas décadas: Memories of Murder y Zodíaco. Más allá de esos antecedentes, lo que es interesante es que esa imposibilidad para resolver el crimen termina siendo, paradojicamente, una resolución, un final al mismo tiempo inevitable pero sorprentente, como corresponde a un buen relato policial. Al fin y al cabo, uno de los grandes dramas de la Argentina es la impunidad.  

Otro de los aciertos de la serie es no reducir a los personajes meros agentes al servicio de una tesis previamente concebida. Cada uno tiene sus contradicciones y la serie no intenta lavarlas o disimularlas, sino todo lo contrario. Como casi todo buen policial, hay alguien que investiga. El fiscal Molina Pico se convierte en uno de los dos grandes protagonistas de la serie (el otro es Carrascosa), a partir de la propia construcción que él ha hecho de sí mismo. La mirada de Hartmann, el director, es muy precisa en mostrar o sugerir el proceso mediante el cuál Molina Pico fue sobredimensionando su rol de funcionario judicial para terminar creyendo que era una suerte de justiciero, la idea de un héroe que incluso se enfrenta a la propia estructura legal. Es muy pertinente en ese sentido la inclusión de ese fragmento en el que el propio fiscal cuenta su admiración por El Zorro. Pero también el personaje se construye en base a su estar frente a cámara y a su presencia física. Molina Pico, como todos los demás personajes de la serie, se constituyen frente al espectador como personajes cinematográficos, más allá de que se trate de una historia real. Lo que el fiscal dice sobre la causa es importante, pero tal vez más relevantes sean sus pausas extremas, que parecieran querer subrayar la importancia de sus palabras, o su elegancia fría y calculada. Carrascosa, por su parte, su gran antagonista, puede ser desagradable, no disimula su misoginia y el desprecio de clase, pero al mismo tiempo su franqueza (o al menos, la sensación de franqueza que transmite) desarma cualquier prejuicio. Y como todo gran relato, siempre hay algún personaje secundario descollante. En este caso son varios, pero me quedo con las dos amigas de María Marta, las dos rivales que son también dos formas opuestas de ver el mundo: Pichi Taylor e Inés Ongay. El careo entre ambas es uno de los mejores momentos de la serie. 

Por otro lado y en este mismo sentido, el final, con ese decorado que se revela como falso, tal vez sea otra forma de recordarnos el poder del cine. ¿Acaso no es el mismo final de Y la nave va o de El sabor de la cereza?

calificacion_4

 

 

(Argentina, 2020)

Dirección: Alejandro Hartmann. Guion: Lucas Bucci, Alejandro Hartmann, Sofía Mora, Tomás Sposato. Producción: Mariela Besuievsky, Vanessa Ragone, Carolina Urbieta.

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