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CRÍTICAS

XIX Festival Internacional De Teatro Santiago A Mil: Esperando a Godot

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Esperando a Godot

Dirección: Raúl Osorio. Elenco: Miguel Angel Bravo, Roberto Farías, Pablo Teillier, R. Muñoz-Medina y J. Riquelme. Iluminación y sonido: Teatro Antonio Varas.

Mientras esperamos la felicidad, el trabajo perfecto, la pareja perfecta, tenemos todo al alcance de la mano. Más visible aún en una decadencia apocalíptica, en donde el verdadero amor está a pesar de todo, hasta del tiempo, hasta del hartazgo de sí mismo.

Vladimir: _ ¡Te fuiste!

Estragon: _ ¡Tú me dejaste ir!

Samuel Beckett, uno de los dramaturgos más inteligentes y reconocidos del mundo entero, que escribió desde teatro, hasta novelas, ensayos y poesía, tiene en esta obra, uno de sus más conocidos trabajos por el público general. Autor que incursiona la vanguardia de la escritura sacada de las hormas de la realidad, sin llegar a la ficción rotunda. Se dice a menudo que su obra dramática pertenece al rubro del absurdo, pero esto no es exacto en la opinión de quien escribe. Podría decirse que sin dudas se encuentra emparentada con este lenguaje, pero que sus contenidos son más sofisticados, profundos y oscuros, relacionados con una visión bastante apocalíptica, perteneciente a la postmodernidad.

Su trabajo, si bien utiliza al lenguaje que se mofa de sí mismo (describiremos así al absurdo) relata las angustias humanas, en particular existencialistas, planteando a las relaciones como utilitarias y de poder. Si bien, como es el caso en ésta y otras obras, es el amor, aunque visto desde una óptica oscura, lo que les permite a los personajes seguir viviendo.

En Esperando a Godot los personajes son cinco, en donde hay una primer pareja protagonista, Vladimir y Estragon, a la que se le suma una especie de espejo exacerbado de ésta, que son Pozzo y Lucky. Los primeros esperan a Godot; Dios; que la vida sea mejor o una “bota” (dicho esto por el propio Beckett) ya que Vladimir tiene mal el pie y Estragón se queja todo el tiempo de lo poco cómodos de sus zapatos. El quinto personaje es el mensajero que viene a anunciar cada día que “Godot no llegará hoy, pero quizá mañana sí lo haga”. Lo que por supuesto les da esperanzas para seguir esperando, pero que a su vez les impide irse.

Vladimir y Estragón parecen dos amigos que hace mucho lo son, podrían también ser hermanos. Comparten la vida diaria y tienen por ello algo de la idiosincrasia de una pareja, en tanto se necesitan uno al otro y se protegen cuidándose las espaldas, cada uno a su manera muy distinta. Por eso funcionan. Encajan cual pluma al tintero, como un exhibicionista al voyeur, y en la misma tónica sexual, cual amo al esclavo, o viceversa. (Esta faceta se verá reflejada especialmente en la pareja Pozzo y Luky.)

Sin embargo sus personajes no poseen necesidades sexuales, precisamente por encontrarse toda su libido puesta en esta relación, oscuramente satisfecha, pero entrañable. Resuelto esto en que es siempre una especie de ternura de infancia lo que une tan profundamente a todas las relaciones. Ese no saber porque estamos juntos, pero es mejor que separados, saber que nos divertimos siempre y hasta el decadente “mejor bueno conocido que malo por conocer”.  Porque estos personajes tienen muy claro que no se puede vivir sin soñar (con que Godot vendrá algún día y traerá la felicidad) pero en el fondo saben, como sabemos todos nosotros, que no existe, que la felicidad viene en cuanto nos aceptamos amando a quien tenemos al lado, con todos sus defectos en plena belleza.

El amor de Vladimir y Estragón es un amor indestructible. El único amor. El que está a pesar de todo, hasta del tiempo, hasta el hartazgo de sí mismo.

La puesta en escena de esta magnífica obra, está a cargo del Teatro Nacional de Chile, bajo la dirección de Raul Osorio. Es una puesta clásica en absoluto polvorienta, de una gran belleza. Es importante tener en cuenta que poco se puede inventar escenográficamente si se quiere ser fiel al texto y más aún, a la esencia de la obra. En Esperando a Godot no puede faltar el árbol. Y no puede haber otro árbol más. No por estar mencionado en el texto. El no lugar y el no tiempo, son parte de la esencia de la obra. No puede haber alusiones a otros elementos o espacios, ni al paso del tiempo, más que como una monocromática sensación por la cual si los días pasan, son algo similar a lo mismo. El día anterior es igual al de ayer, algo cambio, pero no estamos seguros. Vladimir está seguro de que el día se está repitiendo, pero Pozzo no, que viene de la misma forma que ayer, con su esclavo Lucky, con el pequeño cambio de que ahora está ciego. Hay pequeños cambios, parece pasar el tiempo, pero el día se repite de la misma manera. O casi. En esta desesperante sutileza radica la genialidad de la obra.

Una puesta clásica pero que no desdeña el uso tranquilo de las nuevas tecnologías, valiéndose de la proyección de una verdadera fotografía lunar gigante, que se acerca hacia al árbol intentando hacer pasar el tiempo. La imagen logra con mucha sencillez de recursos, un impacto profundo en la impresión -también parte del mensaje- de que somos muy poco. Todo queda librado al estilo o moderno o clásico del árbol, de los vestuarios y de la iluminación; rubro el último, que esta compañía supo aprovechar con mucha inteligencia. Un trabajo en el que las luces transmiten colores intensos, logrando mantener aún así la sensación del metafórico gris de la situación que el texto relata.

Vestuarios perfectos, acordes a la estética planteada, de época a la vez que atemporales. Respondiendo a una concepción bien manejada de la coloratura, más apagados que los fondos de color fuerte (pero en las mismas tonalidades) y más realistas, como para que ese fondo diferente, resalte extraño. Entre los bombines tan importantes para el autor, sobresale por momentos alguno, en una especie de opaco celeste, como si estuviera conectado en secreto con el cielo.

La dirección es meticulosa, dominando el enorme espacio escénico del gran Teatro Antonio Varas, en el que los actores utilizan la profundidad, el proscenio, los laterales y las patas, sin dejar de trasmitir la sensación de que están encerrados en un lugar del que no pueden salir. Es también destacable el ritmo de toda la obra, que avanza sin avanzar, como planificó Beckett, pero llenando de vida móvil cada recoveco de instancias dadas.

Por último, entre la dirección y el trabajo de los actores, realmente remarcable, la composición de los personajes es brillante. Más allá ésto del claro profesionalismo de todo el elenco y su manejo actoral, corporal y de dicción. Es destacable en esto último la palabra en Roberto Farías (Vladimir) con un castellano especialmente universal. Pero cada personaje habla de forma particular, respondiendo a una interpretación de la identidad de cada uno trabajada con minuciosidad. Miguel Angel Bravo (Estragón) trabaja un lenguaje más chileno, más local y menos culto, que remarca con más humor todos los comentarios de las partes cómicas del texto de Beckett.

Parte de la genialidad de estos actores está dada en su capacidad lúdica, la de estar cómodos en escena, la de apoyarse en el partener, etc. pero siempre llevando al paroxismo cada palabra de esta magnífica y nada sencilla obra, sin recaer jamás en la sobreactuación.

Es conocida la opinión de los estudiosos acerca de la posible alusión de Beckett a los hermanos Marx (si sacamos al mensajero, los cuatro personajes principales son bastante circenses y uno es mudo). Hay una relación con lo circense en la obra desde el mismo texto (el juego con los sombreros, ciertas bromas, etc.) que son las que le dan a toda la situación tan oscura ese toque entrañable del que hablábamos y que también permite que pueda ser digerida por el público regular, para que a este le llegue bien al estómago todo lo que el autor quiere trasmitir. Esta faceta del texto podría haber sido trabajada en menor o mayor medida por la compañía que interpretara la obra, e incluso no trabajada en absoluto. Este no sólo no es el caso, sino que se le da la importancia adecuada, sin llegar tampoco a que por los gags la obra deje de ser duramente existencialista.

Nada hay para satisfacer, complacer o comprar al público. El absurdo es siempre un idioma del humor que a la vez siempre habla de la tremenda oscuridad existencial en la que en el fondo vivimos (ya que nada puede tener sentido). Pero vale la pena, que pase otro día más…

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